+ LETRAS + RECREO
Palo de Guayaba
Por Verónica Bolaños
Toda una galería de personajes en estos 15 cuentos costumbristas y nacidos en la imaginación de esta escritora cartagenera radicada en Barcelona, España.
Justamente la distancia y la nostalgia por los aromas de su tierra, una infancia feliz en Turbaco, el pueblo de sus abuelos, y los paisajes de nuestro Caribe, nutren cada relato.
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10. Leonor y el mar
El humo, proveniente de algún patio, nubló las hojas de guayaba y plátano. Leonor tenía las manos ligeramente humedecidas, la locomotora de su corazón latió con fuerza, queriendo traspasar su piel virgen, pura, marchita, sin nada de qué avergonzarse. Por primera vez, a sus cuarenta y ocho años, conocería el mar, un mar que soñó vertical, sin profundidad, sin olas ni peces y con el filo incandescente. La humareda le molestó los ojos, se los limpió con un pañuelo de organza, y sorteó el camino de palomas revoltosas hasta que llegó a la cocina. Abrió el candado de la puerta y puso a cocer varias papas y a guisar un pollo troceado, macerado desde la tarde anterior. Mientras se cocinaban los alimentos, se acercó al aljibe, levantó la tapa de hierro, asomó su cabeza y gritó en silencio «Mar, hoy conoceré el mar». Tardó semanas en confeccionarse el traje de baño. Ojeó los figurines de la época. Pasó cada página con el dedo humedecido de saliva. Aumentó su terror a enseñar los brazos, los senos pronunciados y los muslos al descubierto. Tejió durante días y noches el bodi de lana en blanco y negro. Le pareció demasiado corto y atrevido y lo alargó hasta las rodillas. Bajó la tapa del aljibe. Entró a la cocina. En una olla grande colocó el pollo y las papas, la tapó y dejó en el suelo encima de unas piedras. De camino al baño, escuchó ladrar a los perros. Regresó. Levantó la olla y la colocó encima de la alberca, donde no la pudieran olfatear los animales. Se dirigió hasta la habitación. Idalia y Noris dormían, y sus sobrinas saltaban la cuerda en el colchón. «Dejen de saltar», les dijo. Se miró en el espejo, que estaba empotrado en un armario carcomido por termitas. Se vio vieja y ridícula. Con cierta vergüenza se levantó la pollera de volantes, el bañador le quedaba ajustado y se le marcaba el pubis como si lo tuviera inflamado. Se sonrojó y se llevó las manos a la cabeza. Las niñas se burlaron con una crueldad inocente. «¿De qué se ríen?», les preguntó. Las hermanas se despertaron con las trenzas deshechas, bajaron a las niñas de la cama, las cogieron de la oreja, les dieron en las piernas con la misma cuerda y las sacaron al patio. Bajo los primeros rayos del sol las dejaron desayunando, con café y roscones rellenos de dulce de guayaba. —El pollo está listo —dijo Leonor. Las hermanas no la escucharon.
En las canastas de mimbre guardaron esteras, totumas para que jugaran las niñas, una pelota de colores, una peinilla, un rollo de papel higiénico y bolsas de plástico por si alguien se mareaba. Y en la nevera blanca de icopor, agua fresca de coco, un jarabe para la insolación, bolsas de hielo, botellas con jugo de tamarindo, chicha de arroz y paletas heladas de corozo. La casa donde vivían era blanca, situada en un lugar privilegiado del pueblo, cerca de la iglesia y del tanque elevado de agua. Estaba desprovista de baldosas y de un baño en condiciones. Cuando algún vendedor en apuros les pedía el favor de que lo dejaran pasar al cuarto de baño, valió la misma excusa de antaño: «¡Lo estamos reformando, bien puede pasar usted a los excusados que están en el patio!», y le daban dos cuadritos de papel higiénico. La terraza era amplia con pisos de granito, las hermanas se turnaban para abrillantarla con un trapero negro, pesado, embadurnado de gasolina. En ella vivieron las hermanas solteras, solo una tuvo la fortuna de casarse con un forastero de desconocida procedencia, que un día decía ser de la región de los Andes y otro día, bajo los efectos del aguardiente, de la Amazonía, en donde había adquirido el aletargamiento de los mamíferos perezosos. La que menos salió de su casa fue Leonor. Las pocas veces que la vieron fue en funerales de parientes lejanos, en el quiosco a buscar refrescos, en la iglesia y cuando era una niña en el arroyo recogiendo leña.
Durante el día barría las hojas secas que caían del árbol vecino en su terraza, no soportaba que le ensuciara el suelo. «¡Un día de estos a este maldito palo voy a cortarle las ramas!», decía, con el rostro sofocado, torciendo el labio superior y retorciendo la escoba. Leonor era una excelente costurera con criterio: los bajos y las faldas siempre los dejaba con unos centímetros de más por si crecían los clientes y para que no enseñaran los calzones. «Eso te va a quedar muy corto, se ve muy feo, se te ve todo, te quedará apretado», decía. La vida de Leonor cobraba sentido en las acaloradas discusiones provocadas por ella. A su hermana Noris la regañaba porque se coloreaba las mejillas y los labios. Se enzarzaban en una pelotera entre gritos y tirones de pelo. Le molestaba el volumen alto del televisor, si dejaban la puerta abierta donde había encerrado al perro, si se sentaban en su máquina de coser sin permiso, si le desordenaban los hilos o las agujas, si la gallina ponía, si los gatos maullaban, si tocaban la puerta, si las niñas se sentaban con las piernas abiertas, si no había rendido el arroz, si la sopa estaba clara, si no llovía, si el jabón hacía poca espuma, si las visitas pedían un vaso con agua y, más aún, cuando alguien pedía permiso para ir al baño.
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—¡Ya está el pollo! —gritó Leonor. —Pronto nos vamos —dijo Idalia. Dejaron en el andén las canastas y la nevera. Las niñas eran las encargadas de avisar cuando viniera el bus. Dejaron al perro libre en el patio, cerraron la llave del gas, la puerta trasera y apagaron las luces. Leonor se encontraba en el centro de la sala con la olla en la mano, frente al espejo. Se miró por causalidad y se sintió extraña. Iba vestida con una blusa y falda blanca. Era una mujer de piel clara, delgada, con los hombros caídos, cejas arqueadas y nariz respingada. Su rostro estaba pálido, con la mirada extraviada, le temblaba el estómago y las piernas. Una de las hermanas le quitó la olla. La mujer no podía avanzar. Sintió una gota glacial recorriendo cada una de sus vértebras. Bajó la mirada y vio sus pies delgados, con las venas pronunciadas y las uñas largas. Hizo un ruido con los labios lamentando el hecho de no habérselas cortado. Se escuchó a lo lejos el claxon del bus. Las niñas saltaron en un pie. —¡Viene el bus, viene el bus! —gritaron. Idalia la agarró del brazo. La tibieza de las manos de su hermana le transmitieron serenidad. Le acarició la cabeza y salieron de la casa. Noris cerró de un trancazo la puerta. Las niñas sacaron la mano y el bus paró en seco. El cobrador ayudó a subir los bártulos y los dejó al lado del conductor, junto con las palanganas de frutas y ollas con pargos fritos de los vendedores dominicales.
Sentaron a Leonor al lado de la ventanilla. Idalia abrió las hojas de cristal para que entrara el aire. La mujer contemplaba absorta las casas de dos plantas, los grandes abastos instaurados por paisas emprendedores. Miraba con asombro la reverberante vegetación que iluminaba el recorrido hacia la ciudad. Se entristeció al ver pocas casas con techo de palma. Observó con desconcierto las vacas marrones de mirada triste que merodeaban los inmensos campos. El conductor hacía sonar el claxon en cada recogida de pasajeros. El volumen de la radio era alto, haciendo sonar hasta la saciedad el vallenato de moda. Los dientes de Leonor castañeaban y sus pies golpeaban el asiento delantero. Idalia le acarició la cabeza y Leonor le apretó la mano. Al llegar a la playa de Mar Bella, de un frenazo el conductor paró el bus. El cobrador bajó la olla y las canastas, luego bajaron las niñas y las hermanas. El bullicio de la gente, los olores a sudor y perfumes baratos marearon a Leonor. La recostaron bajo un cocotero sin cocos y la abanicaron con un periódico. El sol y el aroma salado del mar le aplacaron los nervios. Caminaron hasta la playa, la arena estaba caliente y cuando hundían los pies estaba húmeda. Leonor tuvo la certidumbre de estar pisando tierras movedizas. La semana anterior había visto en la televisión como la tierra se tragaba a un hombre dejando a la vista solo una mano amoratada. —¡Me está tragando la tierra! —gritó. Y se le escaparon unas lágrimas a Leonor. —Tranquila, tía —dijeron las niñas. La arena de la playa es así: se hunden los pies, los sacas y se vuelven a hundir. No es como en las películas que se comen a los hombres. Tendieron las esteras cerca de la orilla. Las niñas corrieron como perros desbocados. Una de las hermanas tomó un poco de agua de coco, otra se untó aceite en las rodillas. Noris vigilaba a las niñas que chapoteaban con los mocos sueltos. Leonor contemplaba el agua cristalina. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mientras el sol le calentaba las mejillas y la nariz.
—¿Dónde está el mar? —preguntó. —Este es el mar, Leonor —le dijo Idalia. —No. No. El mar no es así. El mar cae desde arriba, como la lluvia, y tiene los bordes encendidos. Yo lo he visto muchas veces mientras duermo. —Lo soñaste. Lo viste en sueños. Y los sueños no son reales, son imágenes distorsionadas. El verdadero mar es este —le dijo Noris. Mientras se quitaba arena de las piernas. —¡Me han engañado! ¡Este no es el mar! —gritó, lanzando puños de arena—. Esto es una alberca, sin paredes, donde hay gusarapos y peces. —No seas terca. Este es el mar. Allá tú si quieres creer que es de otra manera. Anda, dame un trozo de pollo —le ordenó Idalia. Leonor metió la mano en la olla, sacó una presa y una papa y se la dio a su hermana. Luego cogió un muslo y se lo llevó a la boca. Mientras masticaba, sus ojos se humedecían. Desde ese día, todos los domingos Leonor preguntaba a sus hermanas: «¿Cuándo iremos al mar?».
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9. Amamantar
Idalia salió al patio y se sentó bajo el palo de guayaba a llorar. Se arrancó la ropa, se acarició suavemente el vientre mirando el cielo gris y con una voz pedregosa gritó:
—¡Papa Dios, por favor, dame un hijo! —Las lágrimas se deslizaron por sus ovaladas mejillas—. Me niego a irme de este mundo sin haber parido —agregó.
La envejecida perra de la casa, que se había marchado espantada por los gritos, regresó y se postró a los pies de Idalia. Estaba preñada, y la barriga la tenía tan grande y pesada que las patas le flojeaban. Ella la miró con desaire y le tiró un puñadito de tierra en los ojos, con el mismo gesto como cuando tira arroz crudo a las palomas. Se dio golpes en su plano vientre y maldijo la hora en que su padre le arrebató sus años fértiles. Recordó aquellos remotos días de encierro, además de los domingos de regreso a casa después de la misa, los únicos momentos en que su padre le permitía estar en soledad. En aquellas caminatas apretaba fuertemente la Biblia contra su pecho, mientras miraba de reojo lo que ocurría en el mundo. Una de aquellas tardes, cuando su padre la mando a buscar el pescado fresco que traían de Cartagena de Indias, se le cayó la tapa de la olla de peltre. Al agacharse a recogerla, una mano grande y callosa le entregó la tapa y le rozó los dedos.
Idalia sintió frío en los huesos, sus piernas temblaron y los labios palidecieron. Ella sujetó la tapa con fuerza, agachó la mirada y caminó torpemente por el camino de piedras calizas. El hombre que la ayudó siguió caminando a su lado. Le dijo con una voz susurrante que no tuviera miedo, que no caminara tan rápido porque podría caerse. Ella le suplicó que, por favor, no la siguiera, que su papá tenía un carácter envenenado y que si los vecinos la veían hablando con un hombre irían con el chisme y la castigarían prohibiéndole ir a misa.
Pacho —que así se llamaba el amable hombre— la siguió detrás. Le dijo que no era para tanto, que no fuera exagerada, que él solo quería conocerla.
—¿Me puedes decir cómo te llamas?
Ella siguió caminando, mirándose los pies y agarrando con fuerza el mango de la olla.
—Mi nombre es Idalia, Idalia Josefina. Por favor, deje de seguirme.
—Bonito nombre, como la dueña —le dijo.
Sus mejillas se sonrojaron y una fiebre transitoria se apoderó de ella.
—Yo me llamo Pacho. Vivo en la casita que está al lado de la iglesia, la que tiene el palito de caucho, y me gusta montar a caballo.
Ella andaba, oteando el suelo, y asintió con un leve movimiento de cabeza. Respiró hondo y contestó:
—Yo vivo en la calle del Coco, cerca del colegio público donde dicen que vivió Simón Bolívar. Solo me dejan salir los domingos para ir a misa, y alguna vez para buscar los víveres y el pescado. Se lo suplico nuevamente: váyase por donde vino o vaya a darle de comer a sus caballos —le dijo.
—Idalia, estaré pendiente los domingos, cuando entres y salgas de la iglesia —dijo Pacho con firmeza.
Pacho era un hombre alto, moreno, de cabellos rizados, dotado de unos grandes ojos negros salpicones. Lo más llamativo de su rostro eran sus labios gruesos y rosados. Idalia era una muchacha chaparrita, de piel revestida del color de la panela, con una larga cabellera negra que le colgaba hasta la cintura y que en momentos de arduo calor se amarraba con una cinta de raso de color azul. Cuando sonreía le brillaban los dientes de oro.
Los domingos, cuando Idalia salía de la iglesia, escudriñaba con sigilo entre la multitud de la plaza. Siempre veía a Pacho bajo el palito de caucho, montado en un caballo, vestido con camisa blanca y sombrero vueltiao y acompañado de amigos tomando ron de caña.
Para no pasar por su lado, ella cambiaba de acera, se ajustaba la cinta del cabello y caminaba con rapidez con la cabeza agachada.
Durante más de veinticinco años mató las tardes interminables bordando gorros, zapatitos y vestidos de recién nacidos. Los organizaba por colores y edad. Guardaba la ropita de color azul en un escaparate blanco, y la de colores pasteles en un baúl que heredó de su abuela. Como tenía la mala fortuna de disponer de todo el tiempo del mundo, también hacía colchas con retacitos de tela para vestir las camas que pertenecieron a sus padres y hermanos. También hizo colchas por encargo y cuando ya no quedaron camas por vestir en el pueblo, se divertía haciendo vestiditos para las muñecas y bolas de trapo.
El día que cumplió cuarenta años, Idalia preparó un guiso de carne y arroz con ahuyama. Bajo el palo de guayaba tendió una estera de palma y se puso a comer. Compartió el manjar con los perros y gatos, y a las palomas le tiraba granitos de arroz. El sol le maltrataba las mejillas y buscó un lugar donde hubiera sombra.
Extenuada de la celebración, a las seis de la tarde se levantó y regó los bonches y veraneras de diversos colores que tenía en el patio. Un rato más tarde se fue a dormir.
Una mañana de agosto, en la que el sol no daba tregua, se fue caminando hasta el arroyo Mameyal. Cuando llegó sudando y agotada, se quitó las sandalias de cuero tres puntadas. Tenía los pies maltratados y rojos. Para aliviarlos, los metió en el agua fría y se dio un masaje con las piedras. Sintió un profundo alivio y cerró los ojos mientras degustaba un mamey.
De repente, sintió detrás de sí un aliento fuerte de animal bravo que la espantó. Cuando se volvió, vio a Pacho. Lo reconoció por sus ojos azabaches y sus labios. Ahora estaba gordo, con poco pelo y canoso. Vinieron a su memoria aquellos años cuando él la perseguía a la salida de la iglesia, y ella lo rechazaba por temor a las represalias de su padre, a pesar de que le gustaba tanto.
Pacho se había quedado viudo dos años antes y se consolaba cortejando muchachitas en el arroyo y la plaza del pueblo.
Desde ese momento no dejaron de verse y a los pocos meses se casaron. Asistieron a la boda los vecinos de enfrente, el indio Turizo y su prima Mabel, que adivinaba el pasado y el futuro en las cartas. Fue una boda sencilla y discreta.
Los perros y gatos huían espantados cuando escuchaban los gritos en la casa.
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—¡Te he dicho hasta la saciedad que quiero un hijo varón! No entiendo por qué no te quedas preñada —gritó Pacho.
—Ojalá lo supiera. He ido varias veces donde el indio y me he tomado todos los brebajes habidos y por haber. Y mi prima Mabel dice que vio en las cartas que tendré un hijo varón.
—Eso es que estás vieja, atrofiada y maldita como las mulas —le dijo.
—¡Maldito hombre, hijo de satanás! Te arrepentirás de todos estos improperios que derramas sobre mí, te lo juro —gritó.
—¡Maldecida estás tú como la mula! —le repitió.
Idalia le arrojó con rabia el termo de café hirviendo. Pacho lo esquivó y quedó hecho añicos en el suelo. El hombre se acordonó los zapatos temblándole el pulso y salió a la calle.
—¿A dónde vas?
—Al arroyo a buscar un mamey —se burló Pacho.
—Te estoy preguntando que a dónde vas.
—¡Qué te importa, no tengo que darte explicaciones!
—¡Pues lárgate y no vuelvas más!
Pacho cada día llegaba más tarde del trabajo. Ella lo esperaba con los brazos cruzados apoyada a la puerta. Él entraba sin mirarla, abría con la mano izquierda la cortina de flores de la habitación y se acostaba en la cama.
El viernes siguiente el hombre salió de la casa bajo el sol caliente, y por la noche ya no volvió.
Ella se quedó esperándolo hasta el sábado, sentada en el mecedor tejiendo un tapete.
Idalia miró nuevamente a la perra y le tiró otro puñado de arena en los ojos. El animal se sacudió y se fue tambaleando hasta el cuarto.
La mujer se quitó los zapatos y se metió en la alberca a llorar, lamentándose de su desgracia. Llevaba dos días alimentándose de alguna guayaba y algún que otro tamarindo.
La mañana siguiente, agotada de tanto malestar, decidió ir al médico para que le recetara algún medicamento para aliviar el dolor de cabeza y del corazón. Después de tres horas de espera en la salita de urgencias, una jovencita con una barriga prominente se sentó a su lado.
—¡Qué barriga tan enorme! ¿Cuánto tiempo tienes? —le preguntó.
—Estoy a puntito. Dentro de pocos días salgo de cuentas. Estoy deseando verle la carita a Pachito.
—¿Pachito? ¿Pachito?
—Sí, se llamará Pachito, como su papá. Seguro le gustarán también los caballos.
Idalia regresó a su casa con la mirada extraviada. Abrió la puerta con tres golpes secos y se fue al patio. Dio varias vueltas, abría los tamarindos y tiraba las cáscaras al suelo, los masticaba y escupía. Se encaramó en el aljibe y se sentó con los pies entrelazados, los movía y miraba las hojas de los árboles. Su rostro se humedeció de lágrimas y con los puños se propinaba golpes en el cuerpo. Cuando consiguió calmarse entró a la casa, sacó la ropita de color azul, también buscó unas mantas, un paraguas, una linterna y agarró la macana —reliquia propiedad de su padre, encontrada cuando excavaron para construir la alberca; era un arma ofensiva de los indios Yurbaco—. Lo guardó todo dentro de un bolso y lo colocó en el suelo, junto a la cama sin saber qué hacer con todo eso.
Cada día se acercaba al hospital con los primeros rayos del sol, con la excusa de los interminables dolores. Un mediodía vio que llegaba la joven que había conocido la semana anterior, acompañada de su madre. La niña gritaba de dolor y pedía un médico con desesperación. Los pacientes cargaron a la joven y la llevaron a la sala de partos. Idalia se quedó dando vueltas en el hospital y luego se sentó en un banco de madera con el bolso en el regazo. Cuando Idalia escuchó el llanto del recién nacido le dolió el vientre, se lo presionó y permaneció absorta.
Al cabo de un rato, sujetándose las caderas, caminó despacito entre la multitud que se encontraba apelotonada en la entrada, se dirigió al baño, levantó la tapa del inodoro, se sentó y colgó el bolso en un clavo. Al rato alguien tocó la puerta con desesperación.
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Cuando abrió, vio que era una enfermera. La cogió por el brazo y la metió en el baño. Le tapó la boca y la arrinconó. Ella intentó defenderse con empujones, con las uñas y agarró a Idalia por el pelo. En una maniobra certera, Idalia consiguió sacar la macana del bolso y le propinó con esta un golpe en la cabeza. La enfermera comenzó a sangrar, con una de las mantas la limpió para que no se manchara la ropa. Tirada en el suelo la desvistió y se vistió ella con el uniforme. Esperó un rato prudente y fue hasta la habitación donde estaba la recién parida. Con el pretexto de llevarse al niño para practicarle la circuncisión, lo envolvió en un arrullo y le dijo a la madre que dentro de unas horas se lo traería.
Miró alrededor y los médicos de turno estaban dormidos, con la cabeza apoyada sobre las mesas. Miró nuevamente hacia el pasillo, largo y poco luminoso, y al fondo estaba una anciana dormida en un sillón.
Salió por la puerta trasera del hospital. Caminó durante horas escondiéndose por los barrancos y matorrales. Comenzó a llover, abrió el paraguas y se resguardó bajo el cobijo de un árbol de mamey. El niño lloraba y logró calmarlo con arrullos y cantos de cuna.
—Tranquilo mi Pachito, pronto dejará de llover, estás con tu mamá, no tienes por qué tener miedo —le decía.
Cuando dejó de llover, se fue hasta el arroyo, dejó al niño dormido sobre las hojas secas y se refrescó la cara.
A lo lejos escuchó a los vendedores de bollo de mazorca y pescado fresco. Se asustó. Tomó al niño y olvidó el bolso. Siguió caminando rápidamente y cuando iba a subir la loma para ir hasta su casa, vio a varios hombres haciendo ejercicios en los corredores de sus casas. Entró al cementerio, rezó a todos los difuntos y se sentó en una tumba sin flores a descansar. El niño no se atrevió a llorar, por miedo a que se despertaran los muertos.
Más tarde, llegó a su casa, cerró las puertas y ventanas con todos sus cerrojos. Encendió una vela y colocó al niño en la cama. Se cambió de ropa y se acostó a su lado. Se quedó mirándolo, como adorando a un santo.
—¡Gracias, padre santísimo, por bendecirme con este hijo! —dijo.
El niño reventó a llorar. Intentó calmarlo cantándole, pero el recién nacido no tenía consuelo.
—Cálmate, hijo, tu mami te va a dar de comer —le dijo.
Se desabrochó la blusa, se sacó un pecho flácido y puso al niño a mamar, se calmó por un momento y estalló nuevamente con un llanto de perro hambriento.
A media mañana, un hombre gritaba con la ayuda de una bocina, anunciando que habían robado a un niño del hospital. Ella se asomó por la ventana y vio cómo la gente salía a la calle. Los policías hacían preguntas y registraban las casas. Se desató un aguacero torrencial y el agua se colaba por unos huecos que había en el techo. El niño siguió llorando amargamente, lo cogió en brazos y se fue hasta el cuarto donde estaba la perra amamantando a sus cachorros. Estiró al más grande de una pata y colocó al recién nacido.
Por primera vez, en sus veinticuatro horas de vida, succionó una teta con leche.
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8. Soliloquio del espejo mirando a Idalia
Se ha sentado otra vez. Columpiándose en el mecedor marrón observando de reojo la calle. Sus vértebras reposan relajadas en el respaldar de cinco tablas, las piernas le cuelgan como ramas de plátano desvalidas y sin fuerza. Su mirada divaga en la calle solitaria, sin tiempo ni espacio; tal vez el único movimiento perceptible sea el viento, que aparece y desaparece sin dejar rastro. Todo es idéntico a ayer, al miércoles pasado y al año anterior. Contempla la casa de enfrente, de color zapote ordinario, cubierta de rejas blancas con la pintura desconchada, y en la acera, adoquines barajados como piezas de dominó. Pero más allá del estado de Idalia, hay algo en ella que me atormenta. Por primera vez se ha perfumado con aceite de trementina y aguarda en el regazo un martillo que acaricia con suavidad y, por momentos, aprieta con la poca fuerza de sus dedos afligidos y deformes. Leonor se ha marchado al cementerio con un manojo de flores frescas envueltas en papel de periódico. Idalia dijo que no iría porque se encontraba indispuesta. Antes de sentarse y después de que se marchara Leonor, sacó el martillo que guardaba en el mueble de la máquina de coser, donde también están las tijeras y los hilos.
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Por un instante creí que volvería a poner el clavo para colgar el cuadro que se cayó ayer. Pero no; se sentó y mantiene la mirada fija hacia la calle. El sol le ha molestado en los ojos y ahora me mira. Me observa con desconcierto, agita la cabeza, palpa su rostro con la mano derecha, entreabre la boca y grita, grita fuerte, que tiemblo en este lugar en el que llevo enclaustrado desde el día que me trajeron a esta casa. La mujer llora y ha empezado a dar golpes a los muebles. Ha destrozado la mecedora, han quedado las tablas esparcidas por la sala. Ha roto el florero y los ángeles que adornan las paredes. Ahora golpea el cuadro de la última cena y ha roto los platos. Se fija otra vez en mí, el pelo lo tiene enredado y su respiración es fatigante. Vuelvo a temblar, quiero moverme hacia la puerta y no puedo, nunca he podido. «¡Qué dolor siento!», está golpeando el marco que me sostiene. Vértigo, siento vértigo. Nunca había experimentado esta sensación de caída al vacío. Me libré de rayos y tempestades, de la agitación de tierra hace más de cientocuarenta años. Recuerdo que sus abuelos cocinaban en el patio, cuando el suelo se empezó a mover. Salieron todos corriendo a la plaza, con el miedo trazado en el rostro. Cuando regresaron, el jarrón de agua y las botellas de cerveza erraban por la casa. La lámpara de gas estaba torcida y las cortinas enganchadas en los árboles; la máquina de coser tirada en el zaguán, las patas de los muebles enterradas y los animales apiñados debajo de la mesa, tiritando. Las calles del pueblo quedaron agrietadas durante mucho tiempo. Pero sobreviví a esa convulsión. Ha entrado Leonor, con los periódicos doblados debajo de la axila.
—¡Qué haces! —le gritó a su hermana y le quitó el martillo. Espero ansioso que algún día un nuevo temblor me arrastre a otro lugar. No me importaría que fuera al purgatorio.
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7. Guayaba
A media mañana de un domingo, la casa permanecía aún con las puertas cerradas. Idalia y Leonor recogían guayabas en el patio, mientras el perro y el gato se peleaban alrededor del aljibe. Cuando tuvieron las suficientes guayabas para el dulce, las hermanas se sentaron a descansar en las mecedoras recién lijadas. Idalia comía una de aquellas frutas. Después de cada mordisco contemplaba los gusanos rosados y seguía mordiendo. Esta mala costumbre no se la habían curado los correazos que le dio su padre. Siendo una niña, se escondía detrás de la alberca para comerse las más grandes y maduras. Decía que los gusanos eran suaves y que, si estaban dentro de la guayaba, era guayaba. Se agachaba recogiéndose la falda entre las piernas, disfrutando de su olor y sabor.
Cuando devoró el último mordisco tiró el rabillo al suelo. Se meció durante un rato balanceando las piernas y se durmió. El sol le molestaba en el rostro. Arrugó la cara y abrió los ojos. Miró a los animales, que se habían reconciliado y dormían abrazados bajo la sombra de los platanales. Vio a Leonor que agonizaba en un ligero sopor dando cabezazos en sus hombros. Los gallos habían clavado los picos en la tierra manteniendo el cuerpo suspendido y agitando las patas en el aire, y las palomas cubrían bajo las alas a sus pichones aún calientes. Idalia parpadeó, se estremeció con el ruido del silencio. Apoyó la mejilla derecha en su puño apretado y sudoroso. Cerró nuevamente los ojos con la esperanza de que al despertar volviera el ruido. Ese ruido, necesario y vital, que le recordaba que estaba viva.
Noris, Cecilia y Carmen dormían en la habitación arropadas de pies a cabeza, pese al bochorno que hacía. El reloj de pared no avanzaba. Idalia abrió los ojos y todo continuaba igual. Se levantó de la mecedora y entró en la casa; el silencio la entristeció. Miró los cuadros de antaño cubiertos de telarañas, la lámpara de gas con la mecha lánguida, la mesa marrón con las ropas con alfileres, los carretes de hilos de colores, los imperdibles guardados en un frasco de miel, la cinta métrica y los moldes de vestidos hechos con papel periódico. Escuchó unos pasos mudos y se asomó por la ventana. Era un entierro.
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Reparó en su ropa: llevaba un vestido gris con botones blancos y unos zapatos negros con la suela despegada. Al comprobar que su vestimenta era apropiada abrió la puerta. Los hombres que acompañaban al difunto vestían guayabera blanca y sombrero de paja. Descargaron el ataúd frente a su casa. Estaba abierto. Idalia avanzó unos pasos para ver al muerto. Percibió un olor conocido, como a hábitos recién planchados. El corazón le daba golpes en el pecho.
Se sintió paralizada por un mal presentimiento. Se apoyó en la reja de metal. Le hubiera gustado gritar, pero no podía. Los hombres se habían sentado en el suelo abanicándose con los sombreros. Tenían las guayaberas empapadas, pegadas al cuerpo. Sus rostros llevaban impreso un aire de agotamiento.
«Pero… ¿quién será el difunto?», pensó. «¿Por qué lo han dejado en el suelo? Ojalá tuviera el valor de acercarme y ver quién es». Y no tenía valor, sus pies se fijaron tercos en la acera. «¿Y los hombres qué hacen allí sentados?, parece que no les importa el pobre muerto». «Dios mío, ¿quién será?».
La boca se le llenaba de saliva, escupía en el suelo a cada momento y lo restregaba con la punta del zapato. Respiraba con lentitud para mitigar el terror. Se soltaba de la reja, avanzando un poco más, y retrocedía con el susto metido en los huesos. Los hombres se fueron arrimando a los grandes corredores de las casas, apoyaban sus espaldas en la pared y caían rendidos de cansancio.
Los buses que venían de la ciudad dejaron de usar el claxon y aparcaron sus carrocerías coloridas en la plaza del pueblo. La gente cuchicheaba de oído a oído. Algunos se llevaban las manos a la boca; otros, el índice en señal de silencio y meneaban la cabeza. Era como si la multitud estuviera poseída por una desidia compartida. Los ruleteros jugaban con la bolita forrada de algodón para menguar el ruido del rebote.
Idalia hacía esfuerzos para llenarse de valor y acercarse al ataúd. Tragó la poca saliva que le quedaba, apretó los labios y se aproximó hasta el cajón. La caja desprendía un olor a limpio. Miró hacia abajo y lo vio. El difunto poseía una sotana blanca un poco arrugada, su rostro sostenía ese hálito de hombre serio y de haber reído poco, con párpados hinchados, labios carnosos y rígidos. Junto a los pies había una cuerda enrollada de forma simétrica y los zapatos negros brillaban.
Idalia miró hacia los corredores. Los campesinos dormían. Con el corazón agitado queriéndosele salir del sitio, presionó su pecho, respiró hondo y dijo: «perdónalo, señor». El cielo soltó unas grandes gotas de agua. Idalia, poseída de un valor desconocido, sacó la cuerda, cerró la tapa y amarró el ataúd. Lo fue arrastrando por la calle solitaria, el único ruido que sentía era el de la madera rastrillando con el pavimento. Los árboles se movían como dormitando. Los perros permanecían estirados en los andenes con las caras largas. El ruido se hizo intenso, parecía que nadie lo escuchara. Las mujeres se asomaban a las ventanas. Algunos hombres salieron a la calle, mirando a Idalia con estupefacción. Llegó hasta la puerta del cementerio y el vigilante cerró la puerta con candado. Agotada, arrimó el ataúd al lado de una palmera rodeada de piedras calizas. El cielo dejó de echar gotas e Idalia regresó por el mismo camino. En los corredores la gente hablaba, los vendedores llevaban su pregón a grito limpio por las calles del pueblo. Los campesinos ya no estaban.
Llegó a su casa con el pelo mojado, el rostro descompuesto, sin zapatos y con los pies lastimados. Leonor seguía sentada en la mecedora, con una olla grande en el regazo. Sacaba con la punta del cuchillo los gusanitos de las guayabas. El perro y el gato habían vuelto a enzarzarse en la riña. Las palomas revoloteaban encima de la alberca, los gallos cantaban como atolondrados, las palmeras se movían y el sol era inclemente. Idalia sintió el frescor de la tierra húmeda en sus pies y miró a su hermana.
—Pero ¿dónde te habías metido? ¿No habrás ido a confesarte sin mí? —dijo Leonor.
Idalia agachó la cabeza, removió la mano en la olla, sacó una guayaba grande y madurita, la tiró al suelo y la aplastó con el pie. Desde ese día dejó de comer guayabas. Cuando la atosigaba el deseo, se daba correazos en las piernas.
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6. Sequia
Después de varios días de lluvia, el sol iluminó las colinas del pueblo, reverdecidas y extenuadas de una exuberante vegetación. Los palos de las guayabas perdían el equilibrio por el peso de las frutas. A primera hora de la mañana, Idalia y Leonor salieron al patio vestidas con pantalones anchos arremangados hasta las rodillas. Descalzas sorteaban los grandes charcos. El aljibe estaba rebosante y la vegetación continuaba desbravando con fuerza. Se escuchaban las caídas de las guanábanas y guayabas. Los manojos de plátanos amarillos les encandecieron la visión. Sacaron del cuarto los grandes cestos de mimbre que se habían mojado y los colocaron en las carretillas. Empezaron recogiendo las frutas despedazadas en el suelo y se las dieron a los perros. Descolgaron muchas guayabas y, cuando tuvieron los canastos llenos, sacaron las carretillas al corredor. Encima de las frutas colocaron un letrero: «Una guayaba a un peso, cinco a tres pesos». Ellas se sentaron en las mecedoras. Idalia apretaba su monedero de flores en las manos.
La gente hacía fila para comprar guayabas, llevaban mochilas tejidas con los colores patrios, bolsas de plástico y ollas de peltre. Las palenqueras llegaban con las palanganas plateadas y salían con ellas atiborradas de guayabas para vender en los pueblos vecinos. En el monedero de Idalia ya no cabían más monedas. Ella entraba a la habitación y las echaba en una lata oxidada. Al anochecer entraron los canastos, donde solo quedaban algunas hojas. La mañana siguiente sacaron nuevamente las carretillas. Tenían los rostros relajados y en sus labios se dibujaba una sonrisa. Cerca de la casa de las hermanas quedaba un colegio. A las diez de la mañana era la hora del recreo. Algunos niños se acercaban a las tiendas a comprar gaseosas, empanadas de carne, avenas, bolitas de tamarindo, cocadas, bolitas de ajonjolí, mientras otros aprovechaban el tiempo para estudiar o se divertían jugando a la pelota o la peregrina.
Los hermanitos Torres eran unos niños huérfanos que se habían quedado sordos por los gritos de su abuela. Se acercaron al corredor atraídos por el olor de las guayabas. Se agarraron a la reja de metal contemplando las frutas. Llevaban pantalones de overol que les llegaban hasta las rodillas y camisa blanca de mangas cortas, con el escudo del colegio en el hombro izquierdo. Los zapatos los tenían remendados y les apretaban los pies. Eran morenos, de ojos grandes y largas pestañas. Idalia se mecía plácidamente mientras movía las monedas del monedero. Miró a los niños, se levantó y les abrió la reja para que entrasen. Les hizo una señal con la mano para que cogieran las guayabas que quisieran. Los hermanitos avanzaron con vergüenza. Se agacharon y removieron las guayabas. Uno de ellos cogió una muy madura, abrió la boca y le dio un mordisco grande. El otro se sentó en el suelo al lado de Leonor con las piernas abrazadas, comiendo una guayaba y moviendo los pies. La gente entraba y salía con las bolsas llenas y les regalaban a los hermanos más guayabas para que se las llevaran a su casa. Se escuchó la campana del colegio. Los niños se levantaron deprisa y cogieron las bolsas. Idalia les acarició la cabeza, les dio la bendición y les dijo: «con Dios». Ellos sonrieron y le dieron las gracias. Caminaron muy rápido y entraron en el colegio. A las dos del mediodía salieron los niños de la escuela. Corrían por la calle, se empujaban, algunos se peleaban por la pelota y el trompo. Se acercaron al corredor y pidieron a Idalia que les regalara guayabas. Ella asintió con la cabeza. Un grupo de niños entraron y cogieron las que más les gustaron. Idalia los dejó pasar al patio para que las lavaran antes de comérselas y luego se fueron a sus casas. Idalia y Leonor seguían sentadas en las mecedoras. A cada momento entraban al cuarto a dejar las monedas en la lata. A los cuarenta días dejó de llover y el negocio se acabó. El árbol se mantuvo rígido, pero las guayabas eran escasas. Con el dinero que habían obtenido pudieron sobrevivir durante varios meses.
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A la abuela no le faltaba su leche, los panes dulces ni el arroz. Por las mañanas daban vueltas por el patio y miraban al cielo suplicando para que lloviera. Los días eran calurosos y secos. Antes de entrar al colegio los hermanitos Torres se acercaban a la casa a saludar. Iban al patio a mirar los árboles. Los rostros de Idalia y Leonor reflejaban preocupación y tristeza. El agua era escasa en el pueblo. En las latas quedaban los últimos pesos con los que compraban galones de agua para beber y bañarse. Las hermanas ya no salían al corredor. Miraban a los niños jugar desde las ventanas, recordando los días de abundancia. En la iglesia la pila estaba seca. Los domingos la gente del pueblo llevaba agua en una botella para que el cura la bendijera, y en los bautizos mojaban la cabeza de los niños con el agua de un coco.
Pasado un tiempo los hermanos Torres despuntaban en la pubertad. Habían crecido tanto, que tenían que agachar la cabeza cuando entraban a la casa de Idalia. Habían desarrollado unos músculos muy marcados con el peso de la carretilla, ya que iban hasta el arroyo a buscar agua. Su piel parecía haber sido abrillantada con betún y trapo de algodón. Los cabellos los tenían más rizados y frondosos, y en sus sobacos colgaban unas pelusas de pelos finos. Sus cejas se encontraban convirtiéndose en una sola hilera de pelos gruesos y la voz no les había cambiado, porque no hablaban. Los domingos llevaban a la casa de Idalia varios galones con agua y los dejaban en el patio. El palo de guayaba cada día se veía más seco, estéril y triste. Cuando las hermanas estaban en la cocina o en la sala, los Torres aprovechaban para regar el palo con los orines que salían de su miembro con la fuerza de una manguera a presión. A los niños del pueblo los enseñaron a llorar tragándose las lágrimas, para no desperdiciar el agua. Las cañas de azúcar, cuando las masticaban, se desintegraban en un polvo fino y dulce. No era raro ver a la gente con la ropa del revés, pues aprovechaban al máximo las partes limpias antes de llevarlas al arroyo para lavarlas. Los únicos que estaban alegres eran los muertos porque no les molestaban los gusanos, que yacían secos y tostados. Cuando las embarazadas rompían aguas, la recogían en una vasija para dársela a los cerdos sedientos. Los animales vivían en constante armonía para no agitarse. Ante la desesperación, la gente se manifestó en la plaza del pueblo por la noche. Corría una brisa que reconfortaba a cualquier ser vivo. Se sentaron en el suelo con los tanques vacíos y pancartas que decían: «Más respeto al pueblo». El alcalde gritó que la sequía era la culpable de la falta de agua potable. Todas las casas tenían albercas. Antes de eso, cuando llovía, recogían agua en recipientes hondos, lavaban la ropa y los corredores con cepillo y jabón, bañaban a los animales y las mujeres se lavaban el pelo largo y graso. En casa de Idalia, como no tenían ánimos ni fuerzas para protestar, se acostaron a dormir desde las seis de la tarde. Apagaron las lámparas y se arroparon de pies a cabeza. Habían cenado un poco de arroz blanco con medio huevo frito. «Mañana será otro día», dijo Leonor. A las cinco de la mañana se desató un aguacero, pero las hermanas no se inmutaron porque creyeron que era una alucinación. Siguieron durmiendo. Más tarde sintieron golpes insistentes en la puerta. Idalia se levantó y vio a los hermanos Torres, empapados. Ellos la abrazaron, gritando: «¡agua, agua, agua!». Idalia esbozó una sonrisa tanto por la lluvia como por los hermanos, que por fin habían empezado a hablar.
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5. Lluvia
Leonor se despertó con el gorjeo de las palomas, el ladrido fatigante de la perra preñada y el alboroto de los micos en el árbol de plátano. Se levantó de la cama, sacudió las sábanas rotas y aplanó la almohada; todo esto lo hacía mientras enarcaba el labio derecho, en un impulso natural que con el tiempo había llegado a ser tan elástico que podía tocarse su nariz respingada.
Se sentó en la mecedora. Se meció durante un largo rato mirando la máquina de coser. Leonor era una mujer de mediana estatura, de piel blanca. La armadura de sus huesos era frágil y en la punta de la nariz tenía una hendidura, como si se la hubieran aplastado con un dedo. Era bien diferente de su hermana Idalia, morena, chaparrita y de nariz chata. Ambas compartían el semblante serio en sus rostros, reían poco y vestían de una manera recatada —blusas de colores claros y faldas oscuras—. Mientras Leonor se mecía, su cabeza se movía al compás de la mecedora, como asintiendo ante un día más.
El cielo oscureció, varios rayos lo iluminaron con sus finas raíces y sonó un trueno. El espejo tembló en el clavo oxidado que lo sujetaba, los helechos que colgaban en el interior de la casa se cayeron. Las palomas aletearon en el aire, los micos enmudecieron y la perra se protegió debajo de la cama.
—Va a llover, hoy no coseré —dijo Leonor en voz baja.
Se puso un trapo en la cabeza para cubrirse de las gotas que comenzaban a caer. Salió al patio para ir hasta la cocina. Las ramas de los árboles se sacudieron. El patio quedó invadido por un silencio agonizante. El viento embistió con tanta fuerza que se cayó una guanábana, quedando despedazada en el suelo. Leonor quitó de la argolla la llave que abría el candado de la puerta de la cocina. Cuando abrió, encendió el foco que colgaba de un cable mugriento y puso a calentar agua en una ollita para preparar un poco de café. Mientras se calentaba el agua, se recostó en el marco de la puerta; tenía las manos frías y un aire de resignación impreso en la cara. Se humedeció los dedos con un poco de saliva y recogió detrás de las orejas los mechones sueltos que le estorbaban en el rostro. Retiró la ollita del fogón, sujetándola con un guante de cabuya, le echó dos cucharadas rasas de café y la tapó.
Mientras reposaba el café, vio correr tres ratas canosas con tamaño de conejo que se escondieron detrás de un montón de piedras al lado del aljibe. No se inmutó. Eran ratas ancianas que estaban hospedadas para siempre en el cuarto donde yacían amontonadas las pertenencias de los parientes muertos. Había camas de hierro, colchones meados y mordisqueados, el cochecito de las gemelas con las ruedas oxidadas, la porra del bisabuelo y muñecas octogenarias, que habían largado el pelo, con los ojos sin color y la cara llena de arrugas, como la de la abuela.
Leonor estornudó. Estornudó otra vez. Cogió una taza de plástico y la llenó de café hirviendo. Mientras caminaba hacia la sala, se detuvo en el patio y dio un sorbo haciendo ruido. Las piernas le temblaban, le temblaban igual que aquel día que su padre la castigó haciendo mil sentadillas bajo el palo de guayaba. Ese día había comenzado a llover y a Leonor se le olvidó quitar la ropa del trabajo de su padre, que estaba colgada en los alambres. Cuando él se despertó por la mañana, el uniforme estaba mojado. Cogió la correa y le dio correazos, quedándole la hebilla tatuada en las piernas. Castigó a las dos hermanas, a una por despistada y a la otra por no acordarse de la ropa. Las llevó hasta el patio tirándoles de las orejas. Les dijo que tenían que hacer sentadillas y contar en voz alta una a una. El padre se sentó en el sillón de bejuco leyendo el periódico, dentro de la sala. Las niñas contaban: una, dos, tres, cuatro, doscientas, trescientas, cuatrocientas una, quinientas dos... Cuando sus piernas no podían resistir el dolor, se quedaban de pie contando. En el momento que sentían los pasos de su padre, continuaban flexionando unas piernas sin fuerza, sudando, con la cara quemada por el sol, hasta que cayeron desvanecidas en la tierra.
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Leonor apartó la mirada del palo de guayaba con los ojos cargados de lágrimas. Abrió la reja de madera, entró y cerró la puerta, que se hizo pesada con la presencia del viento. El olor a café despertó a Idalia, que penaba en un sueño profundo. Se levantó asustada, buscó toallas, tapó el espejo y la pantalla del televisor. Con una vela encendieron las linternas de gas que estaban colgadas. Rodaron las mecedoras a un extremo, muy pegaditas a la pared de cal, para que no las matara un rayo. Se sentaron a esperar a que escampara. Idalia rezaba el rosario y Leonor se daba golpecitos suaves en el labio para que no se le levantara y luego fue hasta la ventana, apartó la cortinita de flores y miró la calle solitaria. Vio cómo caía a chorros el agua del cielo, formando un río. El agua arrastró las mierdas de los animales, las conchas de plátano, palomas sin cabeza, peñones de piedras, vasijas quebradas, flechas de indios, ataúdes rotos, difuntos flotando, árboles enteros con sus raíces, techos de palma, llantos antiguos, miedos, secretos, infidelidades, abortos, almas que luchaban para que no se las llevara la corriente, fetos con su cordón umbilical, ahorcados envejecidos con la soga en el pescuezo, vestidos de novia con sangre, la mala conciencia, la maldad y el abuelo vestido de blanco que le dijo adiós. Leonor miró espantada con la boca abierta, agarrada a los barrotes.
—¿Qué miras? —le preguntó Idalia cuando acabó el último misterio del rosario.
—Nada. Nada.
—Entonces, ¿qué haces ahí parada?
—No me molestes.
—Siéntate, que te puede coger un rayo —le dijo Idalia tragando saliva.
—Voy, espera un momento, ahora voy.
Leonor se sentó nuevamente en la mecedora. El labio superior le temblaba y se le levantaba, se dio nuevamente golpecitos con la yema del pulgar.
—¿Por qué tiemblas? ¿Qué es lo que te pasa? Estás amarilla —le dijo Idalia.
—Por la lluvia, ya sabes que me da mucho miedo la lluvia.
Idalia dejó el rosario en la mesa y fue hasta la ventana. Tronó varias veces. Se quedó quieta mirando hacia la calle. Esta se había convertido en río. Vio una canoa con un negro desnudo, con el pelo rizado y brillante, los labios morados, como las uvitas de playa, que llevaba un cargamento de pescados. La canoa encalló en la puerta de la casa. El hombre luchó con sus remos, sudó, la lluvia lo lavó y otra vez sudó. De la canoa saltaron varios peces inquietos y nadaron en el corredor. Eran de color negro azabache con los ojos amarillos, como los granos de la mazorca. Idalia miró al suelo de tierra y escupió, restregó el escupitajo con la punta del zapato.
—Y ahora, ¿qué haces tú ahí de pie? —le recriminó Leonor.
—Nada, nada, solo estoy mirando la lluvia. Parece que no piensa detenerse nunca. A ver si escampa, esta lluvia es aburridora y tengo miedo.
—Pues ven a sentarte, no sea que te parta un rayo a ti también.
—Espera, espera, ahora voy, estoy mirando.
—¡Carajo! No sé qué miras.
Idalia estaba absorta contemplando la hilera de peces que iluminaban el corredor con la luz que emanaba de sus ojos. El hombre negro logró desencallar y se fue remando a la velocidad del viento. Leonor se levantó nuevamente del mecedor y se puso al lado de Idalia. Se miraron con cara de extrañeza. Las dos se agarraron a los barrotes de la ventana. Sintieron sus alientos cálidos y encebollados. Fijaron sus miradas hacia la calle, la vieron mojada y limpia. El ambiente estaba fresco. El olor a tierra húmeda les despertó la nostalgia. Desde ese día, cuando llovía, se peleaban para asomarse por la ventana.
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4. Aljibe
Los niños corrían por el patio espantando gallinas. Un intenso olor a porquería fresca les privó de la respiración. Se taparon la nariz y entraron aturdidos a la sala. Toda la casa estaba invadida por ese olor penetrante, recién llegado de algún lugar incierto. A la abuela María, que pasaba todo el día sentada en el mecedor de plástico, la sacaron al zaguán. Los hombres de la casa, don Carlos y su hijo Amaury, envueltos en trapos y con máscaras improvisadas, buscaron por todos los rincones. No encontraron nada. Una ventolera de mal agüero distribuyó el olor por todo el pueblo. Los árboles se sacudieron con un movimiento apocalíptico, las gallinas cacarearon sobresaltadas, los pollitos piaron de espanto, las cotorras chillaron pidiendo auxilio; cada animal a su modo evidenció su miedo. Los vecinos que zarpaban en sueños remotos se despertaron atontados y se asomaron a la puerta de la calle. El cura, que en ese momento planchaba el cubre cáliz, al sentir el olor que le llevaba el embravecido viento, lo relacionó con algo maligno. El olor era concentrado, ocre, espeso y extraño a los olores de cualquier ser vivo o cadáver descompuesto. El padre Antonio abrió las puertas de la iglesia, y el campanero dio toques repentinos. Había un gentío exaltado en la plaza y el camellón, que miraban al suelo, al cielo y debajo de sus zapatos. Las mujeres ancianas se acercaron al cura. Conformes a lo que estaba por llegar, le pidieron la bendición.
—Padre, ¿qué está por venir? —le preguntó la gente del pueblo. —¡Belcebú! ¡Belcebú! —vociferó el padre, batiendo el pañuelo en el aire. El cura miró al cielo, apretó los labios y cerró los ojos, mientras rezaba un padrenuestro. La cara le sudaba y se la secó con el cubre cáliz. Otra ráfaga del mal viento revolvió el olor que se había adherido en las ropas, paredes y cosas. Se podía tocar con los dedos, en los escaños del camellón de la plaza, las cruces de la iglesia, el tanque elevado de agua, en las flechas envenenadas de los indios —que yacían enterradas— y en los volcanes de lodo. El olor se hizo penetrante y perturbador en aquel día abrasador. La gente gritaba. Otros corrían. Muchos se metieron dentro de la iglesia. Los que no se habían confesado el domingo, sintieron el infierno cerca de sus narices. El cura se encaramó a una volqueta colorida, escacharrada y sin techumbre, esparciendo gotas de agua bendita por todo el pueblo. Al pasar por el cementerio, algunas sepulturas se movieron, pretendiendo abandonar el lugar. Las flores frescas, que emperifollaban los floreros de los difuntos más recientes, se marchitaron. Mientras el cura recorría el pueblo, en casa de Idalia siguieron buscando por los rincones algún fiambre de roedor o cualquier mierda que estuviera fuera de los excusados. La abuela pidió un vaso de agua a sus nietas. Las tinajas estaban secas porque se la habían bebido los niños. Idalia fue hasta el aljibe, le dio varias vueltas a la polea y el botijo descendió hasta las profundidades del depósito. Al sacar a flote el botijo, el agua tenía un color marrón y olía mal. Idalia se enfureció y la tiró en la tierra.
Fue a la casa del vecino con una jarrita de plástico a pedir un poco de agua hervida para la abuela sedienta. La anciana tenía los labios deshidratados, el color de su rostro se confundía con el abanico de palma con el que se echaba aire. Bebió con ansia y se tomó un comprimido para controlar la presión arterial. El sol se instauró sin piedad y el olor se quedó para no irse nunca, como un objeto más de los que engalanaban la casa. El cura regresó a la iglesia, desgreñado, con la túnica puerca, convencido de haber aplacado al diablo con los rezos y el agua bendita. Don Carlos y Amaury se sentaron resignados en el suelo del zaguán, junto a la abuela y los niños. A las seis de la tarde penetró la oscuridad con cientos de mosquitos zumbándoles los oídos y cerraron la puerta del patio. Los perros, las gallinas y las palomas mariposeaban por la casa como extraviados.
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Colgaron hamacas descoloridas en el zaguán. Tumbaron una vieja colchoneta en el suelo para acostar a la abuela. Los niños durmieron en esteras cubiertos por unas mosquiteras que colgaban desde el tejado. Cuando amaneció, la gente miraba con incredulidad a la familia Quintana. No entendían lo que estaba sucediendo. Se acercaron a ellos y les preguntaron por qué dormían fuera y no dentro de la casa. Ellos respondieron que el olor se había metido en la casa y que el agua tampoco se podía beber. Los vecinos se ofrecieron a darles galones de agua para cocinar, beber y bañarse. Ellos aceptaron conformes. Muchos vecinos rehusaron acercarse a la casa porque decían que satanás habitaba allí. Los niños fueron a ducharse a la casa vecina. Los llevaron hasta el patio, les dieron totumas y se bañaron bajo el sol picante y con el escándalo de los pájaros.
Asear a la abuela resultó complicado. Era una mujer grande, de carnes blandas, con hematomas y heridas recientes. La barriga le colgaba hasta las rodillas, tenía una hernia umbilical que nunca le fue tratada por miedo a la anestesia. En momentos mejores, pudo caminar arrastrando los pies, apoyándose a la mesa, paredes y alguna mano bondadosa. Ahora, ya no podía valerse por sí misma. Cubrieron con sábanas blancas una parte del zaguán. La despojaron de la ropa, cortándosela con la tijera. Ya desnuda, la sentaron en su silla de pupitre de color azul, donde podía apoyar el brazo. Con la mano izquierda sacaba agua del balde con la totuma y se refrescaba desde la cabeza. Con la mano derecha se enjabonaba hasta las rodillas. Luego Idalia se agachó, le levantó la barriga y siguió lavándola. El ombligo lo tenía en carne viva, desprendía un olor fuerte que se confundía con el que ya habitaba en la casa. Se lo secó y con un algodón le dio toques con mercurio. Luego le secó el resto del cuerpo y la vistió con un traje de algodón, con fondo blanco y aves negras —guardaba un luto permanente—. Idalia le peinó sus largas hebras cenizas, le untó una pomadita de olor para que le brillara y luego se las enrolló detrás de la nuca, sujetándoselas con una peineta de color marrón. Le cortó las uñas de gavilán de los pies y la calzó con unos zapatos de gamuza de color negro. La sentaron otra vez en un mecedor mirando hacia la calle. Le invadió la nostalgia y el recuerdo de su juventud. Recordó cuando conoció a su marido en la estación del tren. Todos los domingos ella lo esperaba bajo un árbol frondoso protegiéndose del sol. Él bajaba del tren, le agarraba las manos y siempre le traía una manzana caramelizada atravesada por un palo y una bolsa de papel repleta de dulces: melcochas, bolitas de tamarindo, muñequitas de leche, turrón de ajonjolí y cocadas. Con ese recuerdo, ella rio con sus dientes invisibles. Los niños le llevaron un tazón de café con leche y panes dulces. Ella mojaba el pan dentro del café para luego llevárselo a la boca, no dejó ninguno en la bolsa. Los niños se quedaron sin pan, solo tomaron café claro y tuvieron que completar el desayuno con una guayaba, un platanito manzano y algunos tamarindos verdes. Se fueron caminando al colegio, bajaron por un camino de piedras calizas y se entretuvieron un rato mirando los ojos de los volcanes. A la hora del recreo, los compañeros no querían jugar con ellos, por el rumor de estar poseídos. De regreso del colegio comenzó a llover, los niños corrieron y se resguardaron bajo una casita de techo de palma. La lluvia se hizo intensa y en casa de Idalia abrieron la boca del aljibe y prepararon los canales desde el techo para recoger el agua. Durante todo el día llovió. En la casa contemplaban como caía el agua, sumidos en la tristeza; cada uno soñando o recordando momentos felices. El aljibe se rebozó, y corría el agua en corrientes por todo el patio, entrando hasta la casa. Amaury subió a una escalera, quitó los canales y tapó el aljibe. A las seis de la tarde escampó y aparecieron los niños hambrientos. La abuela había almorzado un plato de caldo de huesos que le brindó la vecina. El mal olor se esfumó. La familia estaba contenta porque el aljibe estaba lleno. Entraron nuevamente a la casa. Idalia preparó una sopa levanta muertos con pichones tiernos, arroz con coco y un jarrón con jugo de guayaba. A la mañana siguiente fueron a sacar agua del aljibe. Estaba seco. Las raíces de los árboles habían agrietado las paredes y el suelo del depósito. Los hombres de la casa construyeron una alberca a flor de tierra, sellaron los excusados y el aljibe lo convirtieron en fosa séptica. Pese a todo lo que había sucedido, se sentían felices, porque aquella lluvia se había llevado a otra parte el mal olor.
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3. Perro malcriado
Desde la muerte de Alicia, Chavo ladraba los domingos bajo el palo de tamarindo. Las hermanas lo espantaban con la escoba de bruja, le tiraban puñaditos de arroz y, como último recurso, si no callaba usaban sahumerio, repitiendo «¡Que salga el mal y entre el bien!».
La familia se acostumbró a los ladridos continuos, que empezaban desde el amanecer hasta las seis de la tarde. La calamidad había ocurrido unos meses antes.
La tragedia de la que nadie hablaba sucedió aquel día en que Alicia jugaba al escondite con sus hermanas y primos. Los lugares favoritos donde se escondían los niños eran el último cuarto de los cachivaches, el empaquetado de bolsas y cajas, detrás de los santos hacinados y arenosos, en las copas de los árboles más poblados, detrás de la alberca, dentro de los armarios —donde conservaban los trajes de los parientes muertos— y debajo de las camas.
Alicia llevaba siempre consigo una muñeca de trapo de color rosa, a la que llamaba Rosita.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, ¡ya!
Uno de los niños, Idalia, contó apoyada a un árbol y tapándose los ojos. El día era gris, el sol estaba escondido y olía a lluvia. Las hojas de los árboles se cerraron con el ruido del viento. Idalia se destapó los ojos y dio un vistazo universal al patio. Se ajustó la coleta y dando brincos emprendió la búsqueda. Encontró a Cecilia agachada detrás de una pila de piedras. Cecilia destapó a Amaury, que se ocultó con las brillantes hojas de los platanales. Amaury husmeó debajo de la cama, entró luego al cuarto de san alejo, hasta que vio a Carmen debajo de la batea cubierta con la ropa sucia. Así fueron encontrándose unos a otros.
Las primeras gotas se dejaron ver en la tierra, como pequeñas huellas de animales. Solo faltaba Alicia. Los niños buscaron en lugares improbables, como debajo de las esteras, dentro de los nidos de pájaros, en la olla enorme del sancocho y en los excusados. Algunos se subieron a los árboles para mirar desde lo alto, gritando: «¡Alicia! ¡Alicia! ¡Alicia!, ¡sal del escondite!», pero Alicia no respondía. La lluvia reventó con fuerza. Continuaron buscando dentro de la casa y el patio. Los gritos se entremezclaban con el cuchicheo de la lluvia. Se hizo de noche y mandaron a dormir a los niños. Los niños se apretujaron lloriqueando en la cama.
En el fragor de la noche, los vecinos se acercaron a la casa con linternas y antorchas. Cesaron de buscar cuando el agotamiento los abatió. En el salón colgaron hamacas y tumbaron esteras para que la gente descansara. El día siguiente amaneció despejado y soleado. Uno de los vecinos, apodado el Tinaja por su enorme cabeza oblonga, daba vueltas alrededor del aljibe y vio que la tapa estaba movida, acabó de descorrerla y encontró a la muñeca en uno de los escalones. «¡Aquí está la muñeca!», gritó. La gente se acercó y a los niños les ordenaron quedarse dentro de la casa.
El aljibe, de seis metros de profundidad, estaba medio lleno; el agua se escapaba, ya que las raíces de los árboles comenzaron a agrietarlo. El Tinaja descendió y encontró a Alicia flotando. Con la ayuda de otros hombres, lograron sacarla. Sus labios estaban morados, la trenza deshecha y el vestido embadurnado de una pasta marrón. La acostaron en el suelo. Los niños se escondieron en un rincón a llorar. El patio se llenó de lamentos y gritos. El calor era tan insoportable como la desgracia.
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El féretro era grande. En los pies colocaron cojines y muñecas de trapo. La vistieron con un traje de comunión, de color blanco, con el rosario en el cuello y el libro de oraciones abierto.
«Oh, Jesús, mucho me avergüenza cuando veo sucio mi vestido o tengo alguna mancha en la cara, pero mucho más debería avergonzarme el manchar mi alma con los pecados1».
La gente la miraba con gesto de adoración. La velaron durante dos días. El aire sostenía sin fuerza el peso del dolor. Después del entierro, entraron a la casa. Los adultos se sentaron y a los niños les prohibieron jugar al escondite y hablar de lo sucedido. Los animales enmudecieron, y Chavo daba vueltas alrededor del aljibe. Se pegaba a las paredes mojadas y lloraba. Después de lo acontecido, los niños se distraían espantando gallinas y jugando a la peregrina en el patio.
Como todos los domingos, la familia iba a misa. De regreso a la casa, encontraban al perro ladrando. El ladrido era insistente, como cuando llora un recién nacido con hambre. Alguna vez se preguntaron «¿Qué le pasa a Chavo?». Y dejaron de preguntárselo al no tener respuesta.
Chavo ladraba mirando al palo de tamarindo, hasta arderle la garganta, especialmente los domingos y cuando no había nadie en la casa. Era el llanto de la ausencia como el que las hermanas recogían en sus pañuelos bordados. Los adultos resolvieron que el perro estaba malcriado por los niños y que se ponía repelente para llamar la atención cuando lo dejaban solo.
Lo que ignoraban era que en Chavo aún habitaba la figura de Alicia, su olor a Vick VapoRub, su vestido vaporoso meciéndose en el columpio. Chavo se veía al lado de la niña correteando detrás de ella y cada uno riendo a su manera.
Alicia entraba a la casa cuando no había nadie. Se escondía en los lugares prohibidos, se bañaba en la alberca con los pies embarrados, saltaba en las camas y chupaba los tamarindos reservados para la jalea. Un día, no tuvo tiempo de arreglar las camas y riñeron a sus hermanos por semejante desorden. Se sentaba a pedalear en la máquina de coser, buscaba algún objeto extraviado en las cajas sucias. Cuando escuchaba que abrían la puerta se subía en la copa de un árbol, se colgaba de las ramas y dejaba que el viento la sacudiera.
Chavo empezaba a ladrar.
—No ladres, me van a descubrir. Te castigarán tirándote arroz seco. ¿Acaso no recuerdas que el almidón te da tos?
El perro seguía ladrando.
—Chavo, te van a dar en las nalgas con la escoba de bruja.
El viento la mecía con suavidad, el vestido ondeaba coordinante con las ramas.
El perro se alborotaba y ladraba más, mirando a lo alto, con las patas estiradas hacia atrás.
—¿Acaso no me recuerdas? No tengas miedo. Solo vengo a jugar. El próximo domingo volveré, necesito que me ayudes a encontrar a mi muñeca.
Le hizo un adiós con la mano derecha y se esfumó con el sol.
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2. Barrilete
Gigantescos barriletes de intensos colores surcaban el cielo. Las nubes esponjosas flotaban en un manto azul. Idalia desde niña siempre soñó con elevar uno. Su padre nunca se lo permitió por su férrea convicción de que era un entretenimiento de varones. Él, que ahora estaría en el purgatorio o tal vez tiritando en el cielo después de haberse arrepentido, arrodillado sobre piedras calientes llorando y suplicando el perdón, ya no se lo podía impedir. En el suelo tenía todo lo que necesitaba: varillas de bambú, tijeras, hilo, varios cuchillos afilados, colbón y papeles de colores primitivos. Quería hacer el barrilete más grande, con alas, que le permitiera subir y bajar mensajes y cosas.
Siendo una niña, en una tarde de vientos propicios, se concentraron en la plaza bonches de niños escuálidos sin camisetas y descalzos, que corrían dándole la espalda al viento. Idalia observaba con asombro como elevaban los barriletes. Permaneció durante un rato mirando, advirtiendo cómo desaparecían en el manto celeste. Uno de los niños intentó elevar el suyo, sin fortuna, porque lo sacudía el viento. Tenía la apariencia de un búho desnudo. El niño lloraba a lágrima viva, intentando incorporarse para retomar la maniobra. Idalia le ayudó a levantarse. Sujetó el barrilete por el hilo, caminó alrededor de la plaza intentando elevarlo, luego corrió. Los cabellos negros se le levantaban con el viento, quedándole el rostro estirado y despejado. Sus ojos de piñón brillaban y a la vez se le humedecían, desgajando algunas lágrimas largas y finas que se le secaban en la comisura de los labios.
—Tienes que correr dándole la espalda al viento —le dijo el niño. Ella se viró, el barrilete le pesó tanto como los lingotes de oro que un día escondió su abuelo en las profundidades del aljibe.
Agarró con fuerza el hilo arqueando la espalda y apoyando con firmeza los pies en el suelo. Tenía los brazos tensos. Enrolló el hilo en su muñeca derecha ayudándose con la mano izquierda. El sudor y la arena le molestaron en el rostro. Sus pies se elevaron como si llevara tacones y arqueó con más fuerza el cuerpo hacia atrás, para que no la izara el viento. Por un instante se sintió como una hoja seca revoloteando a la deriva. Cuando soltaba el hilo para que cogiera vuelo, unas manos pequeñas y ásperas le apretaron los hombros.
—¡Qué haces! ¡Esto es de hombres! Ahora mismo te vas a la casa, y estás castigada. Las mujeres decentes no elevan barriletes, la falda se te levanta y enseñas los muslos.
Idalia no dijo nada. El dueño del barrilete se acercó y se lo quitó. Le dijo adiós mientras se lo llevaba el viento. Idalia se fue rezando hasta su casa. Tragaba saliva, se mordía las uñas y las manos le temblaban. Durante dos años limpió sin ayuda los excusados y la alberca. También debía de tener libre de pulgas a los perros, lavar la ropa de toda la familia en el arroyo, y de tanto en tanto su padre le regalaba unos cuantos correazos en las piernas. «Así dejas de enseñarlas», le decía, mientras ella lloraba suplicándole que no le pegara más. «Así aprenderás», y le daba con más furia, dejándole ardiendo la marca de la hebilla.
En el patio las hermanas apartaron las carretillas, los galones de agua, las piedras y a los perros los encerraron para que no estorbaran. Montaron la estructura en el patio mondado. Leonor pegaba los papeles de colores y Cecilia se encargaba de recortar los flecos, mientras que Idalia escribía mensajes amorosos para su madre y hermana. También se acordó de su padre, al que le escribía: «No es solo un juego de hombres», acompañado de un dibujo haciéndole pistola. En el cielo volaban tantos barriletes, que Idalia creyó que no habría sitio para el suyo. Solo faltaba ponerle el hilo. Era tan largo que tuvieron que envolverlo en el tanque elevado de agua, como si fuera una enorme bobina metálica. Se necesitaron más de doscientos hombres para desenrollarlo, aguardaban de pie, con la agobiante responsabilidad de que no se rompiera. Lo deslizaban suavemente entre sus dedos y lo trataban con delicadeza, como si fuese de cristal. Los hombres sintieron que el hilo quemaba, y sus ropas también se encendían con el sol abrasador. Los invadió el temor de quedar chamuscados. De una de las casitas de techo de palma, colindantes al tanque, salió una anciana con una manguera extensible. Vestía traje de luto que le combinaba armónicamente con sus cabellos plateados y antiparras de carey. Pese a la escasez del agua, no dudó en refrescar a los hombres que suplicaban que los mojaran.
—¡Gracias, seño Minta! —le gritaron agradecidos.
Minta desde pequeña despuntó su habilidad para la enseñanza. Los niños del pueblo a los que no les entraban las divisiones, los dejaban a su cargo los fines de semana. Los sentaba en banquitos de madera en el patio, bajo el sol caliente. Los enseñó a dividir cortando guayabas verdes y naranjas agrias. También les enseñó el credo, el padrenuestro y el avemaría. Antes de entrar a clase, tenían que mostrarle las uñas, y el que las tuviera largas y sucias, se llevaba un buen reglazo en los huesos de las manos. A la hora del recreo bebían chicha de tamarindo, y luego venían las peleas para entrar en el excusado. Cuando los niños crecieron, aunque ya no podía verlos con nitidez, sí que los reconocía por su voz y olor. Era habitual que, a cada momento, fueran a visitarla los padres con los hijos ya crecidos.
—¿A que no sabes quién es? —le preguntaban—. Ella los tocaba y les escrutaba las manos.
—Pues claro que sé, la hija de menganito, la que se fue a vivir a Cartagena, que se casó con un cachaco…
Minta les dio un último remojón a los hombres que recuperaban el aliento.
—Gracias, seño —le agradecieron nuevamente.
—De nada, a ver si vuela muy alto ese invento de Idalia —respondió Minta. Recogió la manguera y cerró la puerta.
—Ya acabaron de desenrollar el hilo —le avisó con lengua de señas, uno de los hermanitos Torres.
Ella ató el hilo de vuelo. Los hombres lo custodiaban porque lo habían dejado caer al suelo. Miraban hacia abajo como buscando caminos de hormigas. Desviaron los buses, también a los vendedores que deambulaban con sus burros, y a más de un perro le dieron una nalgada por querer cagarse encima del hilo: «Sal de ahí carajo, como si no hubiera más sitio para cagar; vayan a ver si ya la gallina puso».
Las hermanas levantaron el barrilete. La gente entró a la casa sin avisar, con cartas, fotografías instantáneas a color, ruanas de colores alegres y frascos con la recién estrenada leche solar.
En las conversaciones que mantenía la gente acerca de cómo sería la vida en el más allá, llegaron al convencimiento de que durante el día el sol debía de pegar muy fuerte y que por las noches tenía que hacer un frío del carajo.
La gente tenía fe ciega en Idalia, como ella la tenía en todos sus santos. Pegaron al barrilete las cartas y mensajes. El resto de artilugios los amarraron a las varillas y a la cola. Ahora no podían levantar el barrilete. Con la ayuda y fuerza de muchos hombres lograron ponerlo en pie. Idalia se escondió detrás de la alberca a llorar. Vio cómo se desvanecían sus ilusiones por un momento. Encima de la alberca estaban concentradas centenares de palomas grises, observando el enorme barrilete. Cuando Idalia salió de su escondite vio como las palomas se posaron encima, ascendiéndolo lentamente, desapareciendo entre la humareda blanca y azul. La gente aplaudió, y se armó un alboroto. Después de varios años las palomas volvieron. Idalia seguía esperando en el patio, con la esperanza de que cualquier día regresara el barrilete con algún mensaje de su padre.
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1. Abecedario
Las hermanas se despertaron a las cuatro de la madrugada. Se levantaron un poco antes para arreglarse. Se fueron turnando la tijera oxidada de cortar tela para cortarse las uñas y después con una lima metálica se pulieron las puntas. En esa soleada mañana, la profesora se dedicaría a revisar cabezas, manos, el largo de las faldas, y los zapatos que estuvieran lustrados. Si el tiempo cundía, aprovecharía para hacerles leer en voz alta poemas de Rafael Pombo y, a las más pequeñas, decir el abecedario de memoria al derecho y al revés.
Araminta era el nombre de la profesora, pero la llamaban seño Minta. Esperaba a los alumnos en la puerta, vestida de negro mate, haciendo sonar la regla de madera en la palma de la mano. El colegio era una casita blanca con techo de palma y suelo de cemento agrietado. En el salón, Minta colocaba los banquitos de madera. Ella se sentaba frente a las alumnas en una mecedora de hierro forjado. Encima de su cabeza había un rosario grande y roñoso que pendía de dos clavos, cubierto de telarañas. La casa emanaba un olor a tierra reprimida y húmeda. Las paredes, que en otros tiempos habían sido blancas, tenían dibujados lamparones de viejas tormentas. El patio era fresco, abundaban palos de tamarindo, no era extraño ver desfiles de tortugas terrestres agobiadas dentro de su pesado caparazón. Cerca de la cocina había un aljibe y un tanque de agua potable.
Leonor, que poseía una excelente visión, se sentó con las piernas abiertas en un escalón próximo a la alberca. Podía sentir el olor de su sexo que se confundía con el aroma del café recién hervido. Se recogió la falda entre los muslos y se enrolló el pelo, sujetándoselo con horquillas negras. Fue llamando a cada una de sus hermanas para escrutarles la cabeza. Tenía un peine de cerdas finas, hilo blanco, algodón, una botella con vinagre y una vieja toalla. Cada una de las hermanas se sentaba dentro de sus piernas. Leonor separaba con el peine los cabellos, les envinagraba los mechones y con gran habilidad retiraba las liendres. Cuando veía correr los insectos en el cráneo, los destripaba presionando con fuerza la uña del pulgar. Las hermanas gritaban de dolor y les brotaban las lágrimas. Cuando acababa de despojarlas de la plaga, les hacía una hermosa trenza de espiga. Con la que más trabajo tuvo fue con la pequeña Idalia, tenía seis años y una extensa cabellera negra infestada. Leonor le cortó el pelo a la altura del cuello. La niña se revolcó en la tierra gritando «no, no, no». Idalia se puso frente a la pared a llorar.
—¿Quieres agua?
—No —decía.
—¿Quieres un poquito de dulce de guayaba?
—No —contestaba, negando con la cabeza.
La semana anterior su madre la había llevado a un curandero porque la niña no hablaba. El resto de sus hermanas, a muy temprana edad hablaron tanto como las viejas chismosas del pueblo. El curandero la desnudó y la metió en una palangana, echándole baños de plantas milagrosas. Le ordenó sacar la lengua y le colocó un imán a la vez que pronunciaba unos rezos. Pero el hombre que creyó poder acabar con todos los males del mundo se dio por vencido. Le dijo a la madre de Idalia que la niña estaba poseída y que eso ya era cosa del cura. A Idalia le encantaba correr por el patio, alborotar a las gallinas y hacer enfadar al perro con el gato. Miraba fijamente las cosas moviendo la cabeza y repitiendo «no, no, no». La madre se resignó a que algún día hablaría después de enterarse de que su bisabuelo pronunció su primera palabra a los diecinueve años, y fue para avisarle a su mujer que había visto un ratón; pronunció la palabra en un tono alto y claro: «ra-tón», haciendo excesivo énfasis en la sílaba tónica.
Con estos antecedentes se olvidaron de brujos y curas. Mientras las hermanas leían en el patio Nacho, libro inicial de lecturas, a Idalia le dieron una cartilla plastificada con el abecedario de veintinueve letras, cuando aún no habían sido excluidas la ch y la ll. Las hermanas se sentaban en el patio a leer, mientras Idalia miraba atónita cómo salían los caracoles de su caparazón. En la escuelita, Minta intentó con reglazos que repitiera las letras, pero Idalia solo decía «no». La mujer se exasperaba y la aislaba del resto de las niñas en el patio, arrodillada bajo los árboles. La pequeña se divertía escarbando en la tierra negra y húmeda, sacando lombrices de dos tonalidades. Distinguía con claridad el ano y la boca. Uno de esos días, sintió un molesto picor en la garganta y tosió con fuerza. De su boca salió una alargada lombriz blanca, que le cayó en la falda. Creyó que le había penetrado por algún lugar de su cuerpo —tal vez por los oídos—. La agarró, la miró con los ojos atormentados y la enterró en la arena. Minta, como último recurso, adiestró a las guacamayas para que pronunciaran las letras con fluidez. Su intención era que estas se lo enseñaran a Idalia a base de repetirlo durante todo el santo día. Este extraño recurso comenzó a dar sus frutos, porque un día en el patio, Idalia por primera vez pronunció la letra d. Ante el pequeño avance, Minta la premió con una bolsa de tamarindos maduros y varios puñaditos de azúcar. A la salida del colegio, Idalia salió dando saltos con la bolsa, chupeteando los tamarindos.
Cuando las hermanas estuvieron listas, se fueron a la escuela. Hicieron la fila. Minta las recibió con un caluroso «buen día», mientras los alumnos enseñaban las manos tiritando. Minta revisó uno por uno. Con la ayuda de la regla exploró las cabezas y les ordenó quitarse los zapatos y acercárselos a la vista. Unos cuantos niños recibieron ardorosos reglazos en las palmas de las manos. Cuando se aproximaba el turno de las hermanas, Idalia se meó en las bragas. Sus mejillas perdieron el color, igual que sus labios. Este hecho lo habría de recordar años más tarde, cuando siendo mayor tenía que cambiarse la compresa varias veces al día.
La profe encontró a las hermanas libres de piojos, con las uñas al ras de la piel. Las faldas estaban acordes a las normas, porque Leonor las había arreglado bajo las rodillas. A las once de la mañana las niñas empezaron a declamar los poemas de manera acelerada. Minta les hizo una seña para que declamaran más despacio y con mímica. Ella gozaba viéndolas saltando como renacuajos. Su rostro ácido se relajaba y sus facciones adquirían una dulzura extraña. Las guacamayas interrumpían a cada momento deletreando el abecedario, y Minta las silenció echándoles baldes de agua fría. Cuando caía la noche, las encerraba en la jaula, colocándoles un trapo negro por encima.
«A ver si se duermen», decía. «A estas malditas parlanchinas parece que les han dado lengua para almorzar», protestaba a cada momento.
En la época de vacaciones, la anciana regaló las aves a la vendedora de plantas a domicilio. La mujer, que caminaba con chanclas, se fue con una maceta de helechos en la mano y una guacamaya verde y azul en cada hombro. Desde ese día la profesora disfrutaba de la tranquilidad en los tiempos muertos. Idalia continuaba sin hablar, pero escribía las letras correctamente. Minta la trataba en condición de muda, ya no le insistía para verbalizar las letras. Le daba hojas en blanco y, sin decirle nada, la niña se sentaba en un banquito y escribía las letras y luego se las enseñaba. Ella siempre le decía: «Muy bien, Idalia, lástima que no hables, pobre niña», y movía la cabeza.
La semana siguiente sorprendieron a Idalia escribiendo su nombre. El único error que tuvo es que usó Y en vez de I. Aprendió a escribir el nombre de sus hermanas sin equivocaciones, pero el suyo continuaba escribiéndolo con Y. La profesora llegó a la conclusión de que lo hacía para contrariar. Para su cumpleaños le regalaron un cuaderno de quinientas hojas. Lo llenó con los nombres de las alumnas de la escuelita, de los animales, y en las últimas hojas con dibujos de tortugas, lombrices, perros, loros, árboles y la seño con la regla.
Minta enfermó. Como vivía sola, la gente se turnaba para cuidarla, asearla y darle la medicina. Las niñas la visitaban y animaban con recitales. Permanecía postrada en la cama, cubierta de sábanas blancas y con suero intravenoso. Idalia merodeaba por el patio, pero nunca entraba al cuarto. Los ojos de Minta se apagaban poco a poco. En el silencio abrumador escuchó con claridad el abecedario. Era la voz de Idalia, que cantaba cada una de las letras en la boca del aljibe. La seño cerró los ojos con una sonrisa tatuada en sus finos labios.