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Las formas de Dios

Por: Ludvika Tabriz

Nací monstruo, crecí con temor a los espejos y con temor a Dios. De ahí, que desde pequeña sintiera un llamado especial desde el cielo. Quise primero ser monja, pero entonces esta apariencia con hábito resultaba impresionante para cualquiera. Para algunos fui demonio, para otros, ángel. Como andariega no pasé desapercibida. A donde llegaba, impactaba. No solo por mi anormal estatura, mis largas piernas y mis enormes ojos asimétricos, uno más alto que otro. Pero por más fea, siempre procuré oler bien. Gastar en fragancias, aceites y esencias que mezclaba en aguas y lociones hidratantes, era mi único capricho. Eso me hacía sentir bien, y obvio, menos horrenda.

En algunos lugares me lastimaron, me golpearon y me cerraron la puerta, pero también me siguieron para tocarme. El ciego vio, el sordo escuchó.

Lo supe hasta el día que llegué a la última comuna de aquella ciudad plagada de hombres con revólver en el cinto y mujeres que renuncian a sus hijos. Los que me tiraron por el barro, se empeñaron en buscarme y unos hasta se arrodillaron ante mí y me ofrecieron fajos de billetes.

Al principio no entendí cómo sucedió todo, pero al parecer, me explicó doña Rosa, que aquel que me diera buen trato y se atreviera a tocarme, o a darme una caricia, podía curarse. Ella dejó de toser, y así se despidió de cientos de noches infernales. Según Rosa, el buen trato, debía ser genuino, por eso en aquel lugar, solo fueron ella, el ciego Tomás y la sorda tía Lulú (así la llamaban en el comedor comunitario) quienes consiguieron el milagro.

Mantener en secreto una noticia semejante, fue difícil. Muchos se enteraron y tuve que escapar o camuflarme. La Lulú y el Tomás ayudaron y me sacaron en medio de un viaje que uno de los comerciantes haría en su camión repleto de verduras. Le pagaron una buena suma a Jeremías y le dijeron que yo era una santa, que tuviera fe porque el camino iba a estar despejado por Dios. Jeremías era un hombre bueno e incrédulo de todo. A él solo le importaba hacer plata. Con tal de que todos sus negocios salieran bien, lo demás eran meros cuentos de ignorantes. Y obvio, qué iba a procesar que alguien como yo, fuera una enviada del cielo. Por el viaje le pagaron muy bien y él hizo su trabajo. Ya está.

De ese helada y fría comuna terminé en un pueblo donde el calor hace alucinar.

El plan dictaba que Jeremías y yo estacionáramos en un motel, de esos con aviso de luz parpadeante, y que allí pasáramos un tiempo prudente.

La vergüenza no le dio a Jeremías las fuerzas para quedarse más horas conmigo y aparentar que habíamos entrado para tener una tarde de amor prohibido. Se percató de que nos miraban de forma extraña y eso le molestó muchísimo. Por más que quisiera haber dicho que yo no era nada suyo, tuvo que contenerse. Eso sí, envió el mensaje de otra manera, porque ante todo dizque su ‘dignidad’. Salió muy pronto del motel y me dejó ahí, sin decirme adiós. Quien sabe qué dijo, pero el aparentar que no había pasado nada, era prioritario para él.

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Tan pronto salí de allí, volví a ser un show público. Todos me miraban, o con asco o con pesar. Los más piadosos me daban trabajo y así terminé haciendo domicilios en bicicleta. Pronto la gente se acostumbró a mi presencia y yo también me acomodé a uno que otro insulto o burla. La verdad no me importaba. Tuve unos buenos años así, hasta que de nuevo un ser de aquel pueblo se encariñó de a deveras conmigo. Fue Milton, un viudo que debía lidiar con Carlota, su hija paralítica, una niña de 13 años, que además sufría de histerias. Yo siempre les llevaba lo que solicitaban de la farmacia.

Pero un buen día, el señor Milton me dejó la puerta abierta para que yo entrara y le dejara el paquete. Desde la entrada escuchaba gritar a la niña, parecía poseída, decía que se quería matar. Milton oyó cuando llegué y me pidió que le ayudara a sostener a la muchacha, porque estaba dándose golpes en la frente, con tal fuerza, que le estaba quedando grande impedírselo. Acudí a su llamado y tan pronto Carlota clavó su mirada en mis asimétricos ojos, paró de gritar. Repasó cada uno de mis rasgos, sin ningún asomo de impresión o emoción. Desde entonces, Milton me hacía seguir a su casa y siempre sucedía lo mismo, la histeria de Carlota desaparecía.

Para agradecerme, me insistía en que me quedara a comer. Un par de veces así lo hice. Hablábamos de todo y de nada. Con el tiempo nos habituamos a las voces y a la presencia de cada uno. Le conté por las que había pasado y de los duros trabajos que tuve, hasta haber sido uno de los shows de un circo denigrante. Milton me prestaba atención y era amable.

“¿Has amado alguna vez?” Me preguntó esa noche. Quedé muda, y con la cabeza respondí que no. Se acercó, yo me tapé la cara con las manos. “Qué bien hueles”, me dijo. “Me encanta tu aroma”. Noté que cerró los ojos, cambió la respiración y me besó. Yo caí rendida a semejante cariño. Al día siguiente su hija abrió la puerta de la habitación y nos vio desnudos. Carlota estaba de pie.

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Microhistorias con voz femenina

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Cebollas y vino barato

Por: Rita Reinhardt

Ella, consciente de que esta era la última vez, desplegó sus alas maltratadas, cerró los ojos, y se dejó llevar por el tibio magnetismo de la pared. Él, cuando regresó, apestando a cebollas y vino barato, solo pudo sollozar contra el bello mural de la mariposa multicolor. Sonrió al ver cómo sus lágrimas corrían, afanosas, para hacerse también color en las entrañas de la alada maravilla.

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La reunión

Por: Angélica Villalba

—¡Déjenme hablar! —gritó.

El ambiente tenso se apoderó de la sala. Sus compañeros la juzgaron con un silencio encubridor, pero no le importó.  Se hizo escuchar en el Olimpo. Desde aquel tiempo, cada vez que hay una tormenta, Atenea dibuja con rayos en el cielo: ¡Ni una más!

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Aparición

Por: M. Mantra

Un vacío helado se le instaló en el estómago y gruesas gotas de sudor comenzaron a bajarle por la frente, que sentía ya pálida como un sudario, igual que el resto de su cara. Quiso correr, pero, como en la peor de las pesadillas, sus piernas no eran suyas. Así que solo esperó a que se le acercara y, como siempre, ella siguió de largo, ignorándolo. ¡Estaba más hermosa que nunca!

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Catalina Felina

Por: Alexei

Esa noche Catalina salió decidida a conquistar ese mundo que había sepultado el día que se casó por cuenta de un embarazo no esperado, con un marido mentiroso, desleal e infiel que no había vuelto a tocarla después de su último parto, tres años atrás. Se había convertido en la madre perfecta, de la sonrisa eterna por cuenta de las apariencias, pero la mujer invisible y no deseada para el amor de su vida.

 

Quería salir corriendo de esta relación de infidelidades, con tres hijos a bordo y con un volcán de pasión casi sin estrenar, que le apretaba el pecho. Por eso, esa noche salió como una gata en celo, con una camisa apretada que develaba sus enormes pechos, y unos pantalones ajustados que formaban una perfecta silueta, a la que ningún hombre podría dejar de mirar, admirar y desear. Y eso era lo que quería despertar en medio de su tristeza: deseo, placer y morbo a su paso. Cerró la puerta con tanto ímpetu para entrar a otra que sería en adelante, su otra yo.

 

Juan de López, seductor, elegante y con la picardía por todos sus poros, fue el primero. Como todo un encantador de serpientes la sedujo de inmediato. No pasaron más de dos horas y ya estaban en su enorme apartamento, desde donde se divisaba la ciudad entera. Un personaje era este Juan: cocinó sin mirar el tiempo (el reloj marcaba las tres de la mañana), le entregó un liguero para que se lo pusiera frente a él, sin importar la talla. Luego, vinieron los besos apasionados en el sofá, sin alcanzar a llegar a la cama, que despertaron en ella el sexo dormido en años. Pero en un abrir y cerrar de ojos, Juan había concluido su faena y ella apenas empezaba a desempolvar ese deseo reprimido que seguía apretando su pecho y, ahora, tenía su corazón latiendo a mil.

 

¿En dónde estaba la pasión que había ido a buscar como a un oasis perdido en su desierto? Prefirió dormir con ese amargo sabor. “Ya me iré en la mañana”, se dijo antes de cerrar sus ojos. Juan, estaba aún despierto, masticando su pésimo desempeño.

 

Un buen desayuno en la cama, con una copa mimosa y una sonrisa de par en par en labios de este perfecto desconocido, fue la primera imagen que vio Catalina al abrir sus ojos. Juan de López no dejaría ir así no más a esta sedienta mujer que yacía desnuda en su cama. Brindaron juntos, se recordaron sus nombres y sin aún terminar de comer empezaron a acariciarse nuevamente. Catalina sintió un hervor interno que explotó en mil pedazos, como si hubiera despertado de un letargo, como si apenas fuera su primera vez, como si las puertas del éxtasis se hubieran abierto como un fuerte huracán.

 

Escudriñaron sus cuerpos con sus labios, con su lengua, se entregaron una y otra vez durante el día y parte de la noche siguiente, saciaron y saciaron sus deseos más primitivos, hasta que Juan de López cayó desplomado en un profundo sueño. Pero ella seguía hambrienta. Su cuerpo hervía aún, sus manos se acariciaron toda ella, hasta encontrar nuevamente el clímax que parecía no tener fin.

 

Sintió que cruzaba por primera vez los recovecos de un deseo reprimido que ni el mismo extraño que tenía a su lado sería capaz de complacer. Su cuerpo seguía ardiendo como si estuviera quemándola por dentro, como si se hubiera rebelado con frenesí, y habría de satisfacerlo como fuera. Catalina sabía que ya no había forma de dar marcha atrás a sus lujuriosos deseos. Y esa búsqueda ya no la podría saciar Juan, sería otro, el que se le antojara.

Cata
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Tres escenas de una 'perra'

Por: Anaïs

Escena 1. Cama

ÉL: ¿Cuál es tu número?

ELLA: Okey. Esperaba que esa pregunta llegara más adelante, no a los dos meses de salir.

ÉL: Pero no tiene nada de malo, es normal preguntar eso.

ELLA: Otro día te cuento, solo bésame.

 

Escena 2. Sala de Tv

ELLA: Sabías que el protagonista de esta peli se fracturó en la vida real el brazo. Todo lo que ves, pasó en realidad y lo filmaron tal cual.

ÉL: ¿Diez?

ELLA: (Risas) ¿Diez, qué? No estás parando bolas a la historia.

ÉL: ¿Veinte?

ELLA: ¿De qué hablas? 20 mil pesos? Si los tengo.

ÉL: No, nada, olvídalo.

ELLA:  Ah ya sé. ¿20 amantes? ¿Otra vez. En serio?

ÉL: Solo tengo curiosidad.

ELLA: ¿Cuál te imaginas?

Él: No sé. Ambos tenemos 32. Yo he estado con 60. Tú sabes amor, he viajado por muchas partes y me he encontrado con muchas mujeres. Creo que tú número es igual o ¿menos?

ELLA: Terminemos de ver la película. ¿Te parece?

ÉL. Listo, mi amor.

 

Escena 3. Cocina

ELLA: Amor, podrías salir y traerme más albahaca para la sorpresa que te estoy preparando…. Eso sí, con mucho amor, que es el ingrediente más importante.

ÉL: Y la receta de dónde es?

ÉLLA: Es un clásico italiano, una verdadera joya entre las pastas. Era mi éxito culinario en la ‘bela’ Italia.

ÉL: O sea la aprendiste en la propia tierra de los italianos.

ELLA: Ajá.

ÉL: Veo… Ya regreso.

 

Pocos minutos después….

ÉL: Toma tu albahaca. Oye me quedé pensando en tu viaje a Italia… ¿Cuántos meses fueron? ¿Tres, cinco?

ELLA: Cinco, casi seis.

ÉL: Te he escuchado decir que ese tiempo ha sido la máxima aventura de tu vida.

ELLA: Fue lindo y fue hace muuuuucho tiempo.

ÉL: ¿Solo en Italia con cuántos hombres estuviste?

ELLA: ¡Otra vez! ¡En serio, otra vez!

ÉL: Sí, al menos dime con cuántos hombres lo hiciste en esos seis meses.

ELLA: ¡Con 60! ¡El puto número tuyo! ¡¿Contento?!

ÉL: ¡Seis meses son... ¡180 días! Haciendo cuentas, te comiste un hombre distinto ¡cada tres días!

ELLA: ¡¿Y?!

ÉL: Mucha perra.

 

…Y de un portazo ella se fue, para nunca más volver.

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Mujer contra mujer

Por: Valkiria

Cerró sus ojos, y cuando la luz del nuevo día se instaló en su rostro, se levantó desnuda, sudorosa y con un montón de lápiz labial en su cara. Miró a su alrededor y todo estaba intacto, como una fotografía colgada frente a sus ojos; solo que, detrás de ese velo prohibido estaba ella, su amor clandestino, quien también tenía el rostro pintado de rojo. No había palabras, ni formas de cruzar la frontera del día y la noche, no sabía si esto había sucedido en la vigilia de un sueño o había sido un momento permitido al que las dos habían accedido. No comprendía qué era real o qué no. Lo cierto era que esta mujer que tenía frente a sus ojos y por quien había dado su propia vida, era un recuerdo difuminado en el tiempo, pero que mantenía brutalmente vivo.

 

Sofía había sido condenada al destierro por amar de otra manera, por permitirse querer diferente y romper los moldes impuestos en su tiempo, en un pueblo que se había quedado incrustado en el pasado y que la había llevado a quitarse la vida, para devolverle la aparente paz a su amada. Solo que se negaba a abandonar a este demencial amor, al que visitaba en sus noches y al que solo podía tocar en su recuerdo. O, al menos eso creía, cuando cruzaba la puerta al amanecer, con su rostro pintado de rojo y la promesa de volver en la oscuridad, en donde nadie las viera.

Mujer
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