+ LETRAS + RECREO
Bajo Cero
Por Jimmy Arias
“¿Retirarme? ¿Para qué? Tengo todavía mucha gente por defraudar”, Ciorán.
Algunas de las historias de ‘Bajo cero’ las viví de primera mano, otras me fueron contadas y enriquecidas por la tradición oral de terceros, amigos, paisanos, que, en el exilio, terminan volviéndose la familia de uno. Para no ir más lejos, baste decir que ‘Bajo cero’ es la recopilación frenética y agridulce de mis últimos 13 años, el canto de un cisne zombie que intenta no dejarse ahogar en las aguas turbulentas de un lago de quimeras, como es vivir en el exilio norteamericano. De igual forma soy la fruta huérfana que relata cómo le va dentro de las aspas de la licuadora.
CAPÍTULOS
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12. De ojos saltones y bigotito rizado
Marcos y yo nos conocimos en circunstancias que casi podrían catalogarse como cinematográficas. O, al menos, extrañas. Como si, de verdad existiera una Matrix, como lo planteaba la famosa película y, a veces, uno fuera capaz de encontrar fallas en ella. Cosas inexplicables que son preferibles dejar de lado, olvidar, porque, sencillamente, no tienen explicación.
Marcos, era un exfiscal guajiro que tuvo que huir de Colombia perseguido por los capos del narcotráfico, a quienes incautaba bienes usados para el lavado de dólares. “Cuando sales de Colombia, ten en cuenta que ellos se encargan de borrarte por completo. De que dejes de existir. De que no tengas derecho ni siquiera a la nostalgia ni a acariciar la idea de volver. Tienen gente en todos los aeropuertos. No es sino que tu nombre aparezca en la pantalla y te caen el mismo día o al día siguiente, pero de que te ajustan cuentas, te las ajustan”.
Y para ilustrar su afirmación me contó el caso de un colega suyo, refugiado también. En su caso, tuvo que poner pies en polvorosa amenazado por la guerrilla, y esperó 12 largos años para volver de visita a su pueblo, pero solo alcanzo a llegar al aeropuerto de la capital, porque en la pantalla del DAS (en aquel entonces) aparecía que era buscado por narcotráfico. Actualmente paga una condena en La Picota, inventada y pagada por la propia guerrilla, infiltrada en el sistema informático de los organismos de seguridad, según recuerda Marcos.
Un anuncio en The Montreal Gazette, hizo que nos conociéramos. En él cual un supuesto productor-director de cine buscaba voluntarios para trabajar en un proyecto de ‘grueso calibre’. Y, en efecto, en boca del autoproclamado cineasta, una película sobre una guerra mundial por el control del agua sonaba a una producción de, al menos, 100 millones de dólares, con Hollywood de por medio. Pero era puro delirio.
El tipo aquel parecía el villano de una película de James Bond, enjuto, pequeño, de ojos saltones, y bigotito rizado en las puntas. Se desplazaba en una silla de ruedas eléctrica y ruidosa, equipada con varios tipos de máquinas que median el aire de sus pulmones, el azúcar de su sangre, sus glóbulos blancos, la pureza de su orina, etc.
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“Amigos, lo que necesito de ustedes es que bombardeen a los grandes estudios y a los agentes de la lista de estrellas que les voy a dar, para conseguir citas, audiencias, cotizaciones y, si es posible, su segura participación en mi película”, decía, con un hilillo de voz que ponía los pelos de punta, por su cercanía al siseo de un reptil. Meliflua y penetrante era su voz, de un marcado acento bruñido de Europa oriental, además.
Tanto Marcos, como yo, estábamos recién llegados a la ciudad, luego había que agarrarse del primer ‘clavo ardiente’ que se nos cruzara por el camino. Yo, cinéfilo y nerdo consumado, pues salivaba ante la expectativa de trabajar en algo cercano a una superproducción de Hollywood o lo que fuera. Sin embargo, las cosas se fueron poniendo, paradójicamente, surreales. Fueron varias las sesiones de introducción y bienvenida a la productora, con cocteles y cenas, en los que no faltaron la buena comida y cantidades navegables de alcohol. Pero lo curioso es que toda la gente que asistía a las mencionadas reuniones eran completos NNs muy similares a nosotros. Ni siquiera políticos y menos estrellas de cine o de la televisión.
¿Seríamos acaso parte de un experimento socio-antropológico? ¿Nos estarían engordando y embruteciendo con alcohol para luego subastar nuestros órganos? ¿Nos caería de repente la DEA, la CIA o sus equivalentes canadienses?
Nuestro jefe-anfitrión siempre llegaba en un vehículo tipo humvee del ejército, que solo había visto en las películas de guerra gringas, precedido por un equipo de ¬enfermeras y un par de guardaespaldas. En una de aquellas bacanales lo enfrenté y, sin rodeos, le pregunté que cuando íbamos a comenzar a trabajar en el proyecto, a lo cual me respondió con un lacónico: “Roma no se hizo en un día”. Y no fue en un día ni en siglo, porque aquí sigo todavía esperando, 12 años después. Porque productor y cineasta se esfumaron como la escena editada de una película: de un solo tajo, con un solo ‘clic’.
Marcos y yo solíamos encontrarnos en la misma línea del metro para llegar a la oficina de nuestro ‘productor favorito’, pero un buen día, todo y todos desaparecieron. Puerta cerrada, cero placas o letreros de ‘nos mudamos a…’. Hasta golpeamos en una oficina vecina y solo nos respondieron: ¿cuál productora, cuál señor paralítico millonario? Siempre que visito el centro de Montreal, trato de acercarme al mencionado edificio, pero nunca lo he podido encontrar de nuevo.
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11. Una cadera rota y una neumonía
El vapor de sus respiraciones se entremezcla como una bonita postal invernal para el Día de San Valentín. Falta que forme la silueta de un corazón y ya está. Es la rutina infaltable, religiosa, de todas la mañanas. Un beso de buena suerte para comenzar el día. Después, entrelazan las manos enguantadas y descienden las escaleras del parqueadero de su edificio, rumbo a su Toyota RAV4. Julia no se cubre la cara con la bufanda, a pesar de que hace apenas unos días que se recuperó de una fuerte gripa.
“Me gusta el aire frío, como que me hace sentir que respiro mejor”, dice. Daniel, su marido, detesta el invierno, y va totalmente abrigado, de pies a cabeza, como un esquimal. Los dos son chilenos, llevan 30 años en Canadá, pero saben que nunca llegarán a acostumbrarse a la brutalidad del invierno.
El piso del parqueadero parece una gigantesca y oscura pista de hielo. Con tres décadas de inviernos a cuestas, son conscientes de que deben desplazarse con la técnica del pingüino: paso a paso, de manera horizontal. Muy, muy despacio. Daniel, desde sus capas de bufanda, estornuda y pasa lo inevitable: sacude a su mujer y esta pierde el equilibrio. Cae hacia atrás y ni siquiera tiene tiempo de amortiguar el golpe con las nalgas, como siempre se aconseja. Es un golpe seco y contundente. Suelta un quejido y, cuando su marido se acurruca para auxiliarla, le dice que le duele mucho debajo de la espalda. Cree que se ha partido algo. No se puede mover.
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Daniel se desarropa la cara y la abraza, se arrodilla y le pregunta con desespero: “bonita, ¿estás bien, estás bien?”, estrujándola un poco. Julia suelta un gemido, transformado en una vaporosa nube que brota de sus labios. “Mejor llama una ambulancia, no me quiero mover, me duele mucho”, susurra. Daniel le besa la frente, maldice el invierno, una vez más, y marca el servicio de emergencia.
Ahora está sentado, rodeando, sujetando, y dándole calor a su mujer, lo mejor que puede. Del cielo se precipita una suerte de hielo picado, que hace pensar en un perverso Eduardo Manos de Tijera pulverizando un cubo de hielo sobre su desgracia. “Ya viene la ambulancia, ya viene”, le dice Daniel, juntando su mejilla contra la suya y frotándole las manos enguantadas y los brazos. La nieve los va cubriendo, poco a poco, perezosa pero efectiva y silenciosa manta.
Cuando la ambulancia llega, tres horas más tarde, tienen que, prácticamente, desenterrarlos de la capa blanca, aterciopelada y yerta, que ahora casi que los tapa por completo. Permanecen abrazados. Una cadera rota y una neumonía, será el diagnostico final, pero juntos, al fin y al cabo.
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10. Cero a la izquierda
Al mexicano apesadumbrado de Le Trois Coins, el bar que suelo frecuentar, supuestamente le hicieron una oferta tipo ‘El padrino’: “que no puede rechazar”. Única, de un solo cartucho. Solo que es una misión de la cual, quizá, ni salga vivo, que a lo mejor acabe autodestruyéndose. Suicida, para no ir tan lejos. Bueno, sería una oportunidad irrechazable para quien ya puso toda su carne en el asador y solo restos de carbón le quedan. Así como yo. Solo que, en mi caso, admito que carezco de los cojones que Alcibíades, el mencionado mexicano, sí pareciera tener.
En honor a la verdad, lo que me contó en aquella ocasión, no sé si fuera cierto o puros delirios de inmigrante borracho. No obstante, sonaba tan inverosímil que, dados los tiempos que corren, es hasta muy posible. Totalmente. Recuerdo que me confesó con evidente congoja: “Me escogieron no por el color de mi piel, ni por mi nacionalidad, ni por mis talentos o mi look. Me escogieron por insignificante. Nadie se fija en mí. Paso desapercibido en cualquier lado. Si por algo nací marcado es justamente por eso: por ser un eterno cero a la izquierda. Un don nadie. Apuesto a que de mis años de colegial o de mis antiguos empleos, nadie recuerda ni mi nombre”.
De rostro aindiado, ojos negros y hundidos, labios de pez boqueando fuera del agua, y dientecillos blancos, puntiagudos y medio salidos, cualquiera diría que fue hecho para, fiel a como se describe, escurrirse cual roedor, subrepticiamente, por los rincones y las hendiduras de la existencia, sin que nadie lo note; para entrar y salir por las rendijas de cualquier vida sin ser descubierto, sin rastros, sin huellas.
Esa noche me dijo que las instrucciones que le habían dado eran muy sencillas: solo tenía que depositar seis sobres, en igual número de contenedores de alimentos, en el aeropuerto donde trabajaba como aseador, desde hace un par de años, y ya está. Eso era todo. El contenido de los mismos haría su trabajo, le aseguró el barbudo que lo abordó en la parada del autobús una tarde que iba para ‘la chamba’.
Si aceptaba, recibiría 100 mil dólares como anticipo. Los otros 100 mil serían consignados, un par de días después, en la cuenta de su hermana, en Reinoso, una vez confirmado el éxito de su faena. No obstante, si fuera descubierto o no cumplía con su parte del trato, sería aniquilado en el acto, y su hermana y sobrinos en México, también. Casi riego mi cerveza por la carcajada que solté, frente a los detalles de su misión imposible. Alcibíades me acompañó con una risilla nerviosa, luego me invitó a que brindáramos, al tiempo que me dijo: “es en serio cabrón, no te burles”.
Esa fue la última vez que lo vi. Semanas más tarde, y ante la ausencia de Alcibíades, le pregunté a Pascal, el barman, si sabía algo de su paradero. Me dijo que había pasado por allí hacía algunos días, que lucía más radiante y parlanchín que de costumbre, y que hasta le dejó veinte dólares de propina. Desde entonces, no había vuelto por el lugar.
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Cero a la izquierda II
Las noticias sobre el paradero del mexicano apesadumbrado de Les Trois Coins, aquel a quien siempre me encontraba los martes en la noche, y que me hacía partir de risa con sus ocurrencias, son desoladoras. Rubén, un antiguo compañero de trabajo suyo, me lo ha contado todo, y con lujo de detalles, porque estaban juntos en la mañana en la cual lo devoró la máquina procesadora de destinos, que realmente es América del Norte. Y fue de un solo golpe. Uno más, uno menos, en las estadísticas de inmigrantes muertos en la línea de fuego, vendiendo caro el pellejo, como gato panza arriba, etc. Es decir, tratando de ganarse el pan lo mejor posible y, de paso, el pan para aquellos que dejaron en su país de origen.
Bowe, una reconocida agencia de empleos de Montreal, los había contratado, por 20 dólares la hora, pagados en efectivo, libres de impuestos, para limpiar de nieve la terraza de un supermercado en el Norte de la ciudad. Ese era el problema, y la razón por la cual les pagaban tanto. Porque solo podría ser alguien muy necesitado el que se le midiera a semejante tarea. Profesión peligro, la del expatriado que persigue cualquier escurridizo dólar, para justificar la cruzada de la frontera, la gente amada dejada atrás, la fría nostalgia que pulveriza los huesos, peor que los seis meses de nieve de cada año.
El riesgo era bien conocido, dado que en Quebec no es solo espumosa y blanca nieve lo que cubre calles, vegetación, edificaciones y existencias, también es una capa de hielo que el más potente de los taladros tiene trabajo para penetrar. Es una trampa mortal en la calle, a ras de piso, porque debajo de la nieve está la superficie hiperresbalosa que, al menor descuido, hará que te partas el culo, la cabeza, la cadera, la muñeca… Entonces, a veinte o treinta metros del piso, el menor movimiento en falso podría ser, claro, mortal. Y ese fue el fin del pobre Alcibíades. Su compadre me lo cuenta, y no puedo evitar imaginármelo como un triste, sublime y letal ballet.
Rubén se apresura a aclarar que él no pudo hacer nada, porque estaba bien lejos de su compadre, que solo se le había acercado, minutos antes, para que le diera un pitazo de su porro de marihuana, segundo deporte en popularidad de Quebec, después del hockey, y remedio eficaz contra el frío.
Dice que solo lo vio devolverse a su esquina de la peligrosa cornisa, caminando con sigilo, mientras él recogía su pala y que, cuando levantó la cara, Alcibíades patinaba y agitaba los brazos, en frenético esfuerzo por mantener el equilibrio, mientras seguía deslizándose hasta el borde, impulsado por una inercia letal. ¡Plaz!, dice que fue la onomatopeya mortal de la humanidad de su amigo, contra el piso de cemento de la acera, forrado en rígido y resistente hielo.
Si pudiera, traería una tabla Ouija, un martes cualquiera, para invitarle un trago al pobre Alcibíades.
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9. Vicisitudes de comadreja
Pensando en el maestro Xavier Velasco
Si pudiera levantarme no renunciaría de inmediato ni lo mandaría todo a la mierda. No. Todos tenemos nuestras prioridades. La mía, ahora mismo, sería ir al pasillo de artículos para picnic y agarrar un vaso plástico bien largo; luego, dirigirme a la sección de limpieza del hogar y prepararme un coctel de desinfectante, detergente para baños y desatascador de inodoros. Me lo imagino verdi-azulado o amarillo tipo melocotón- ambarino. Si hasta podría decorarlo con una coqueta sombrillita en miniatura. ¿Por qué no? Y lo bebería todo, de un solo sorbo placentero. Zas. Hasta el fondo. Pero, pensándolo bien, esa sería también una forma de renuncia, solo que un poco poética.
Claro, todo lo anterior, si pudiera incorporarme; si pudiera, al menos, desatornillarme la enorme cabeza peluda de comadreja y respirar algo que no sea mi aliento a papas fritas, salchicha barata y cerveza; mezclado con mi sudor rancio, de días, contenido entre capas de algodón y peluche del animalejo que interpreto en el supermercado de la esquina. Pero acumulo demasiados días de lucha, de darme de cabeza contra el vidrio templado del sistema, de hastío.
El precio de mi dignidad es 10 dólares la hora. Que, con la respectiva deducción de impuestos, queda en alrededor de 9 la hora. Seis horas por día, cinco días a la semana, incluyendo sábados y domingos. Siempre me pareció tentador, sino ineludible, el meterle una patada a uno de estos animalejos, para verlo retorcerse de dolor enfundado en semejante disfraz. Pero ya no es chistoso cuando el embutido de peluche es uno mismo.
Un cuarto de hora me tardo en ponérmelo, capa a capa, ajustando velcros y atornillando extremidades. Y otro, en retirármelo, entre bufidos lastimeros, porque al final de la última hora, ya no hay energía, ni oxígeno, ni ganas de vivir que valgan.
Y yo dizque imaginaba mi vida norteamericana trabajando en una moderna oficina, bien iluminada y ventilada, en el siempre sofisticado ‘downtown’ de Montreal. Obvio, de saco y corbata, gafas con marco de carey, y almuerzo en un bistró encantador cualquiera, rematado con un humeante expreso de $7.
El otro día, mientras repartía volantes en la entrada de la tienda, soportando estoicamente el acoso de los niños, las burlas de los adultos y hasta un vaso de soda que me lanzaron unos adolescentes, fantaseé con el camión de la cerveza, el cual pasaba casualmente por el lugar. En mi ensoñación no era el conductor, ni me despachaba una fría en un bar cualquiera, simplemente, corría hacia él y me lanzaba a su paso, volviéndome un solo amasijo de felpa, sangre, pelos artificiales, tripas, látex y desesperanza. Me pregunto cómo habrían sido los titulares de la prensa la mañana siguiente: ‘Se suicida la comadreja, Comadreja humana perece aplastada por un camión, Suicidio de peluche en el Súper… Miserable se lanza a las ruedas de un camión, envenado de frustración y vergüenza….’.
Aleja La Comadreja se llama la estrella de una marca de cupcakes para niños. Pero la semana anterior fui perro caliente y, la próxima, dentífrico, tampón, supositorio gigante, qué más da. De mis días como perro caliente me quedó el sarpullido causado por el roce del sintético contra mi mentón, porque tenía que exponer la cara por entre un agujero en lo alto de la salchicha. El dermatólogo me dice que en un par de meses puede que se me pase. Claro, como si pudiera aguantar vivo ocho semanas más.
‘Bajo Cero’, disponible en Amazon: https://www.amazon.com/-/es/Jimmy-Arias/dp/B09DMK93ZV
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8. Clap, clap, clap
“What is love? Is it the way you look into my eyes?
What is love? The things you do that take me by surprise”, Amor, Los amigos invisibles.
Ahora, mientras veo los mangos resplandeciendo bajo el sol canicular de julio, a 35 grados centígrados, y a la sombra del toldo plástico del bar de tacos en el que he conseguido trabajo como cajero, se me ocurre pensar que los estúpidos conquistadores estaban muy equivocados cuando calculaban las maravillas infinitas de América en cargamentos de oro. El mango era el verdadero tesoro; nuestras frutas, el real y único El Dorado.
Manuelito corta y afila aristas en la carne suculenta de un nuevo mango, que acaba de ensartar en un fino palo de madera. Cuando termina, ya no es una fruta, es un prodigio exquisito y geométrico. Son estas las flores-fruta llamadas a convertirse en el símbolo del Festival de Jazz de Montreal. A cinco dólares cada una. Hechas ya tradición jugosa y azucarada.
Hace cinco años que llegó a Canadá y sigue completamente solo, deshojando recuerdos coloridos de la novia que dejó en Lima, y a quien todavía no logra traer a Canadá aún.
El niño, la niña, la jovencita punk, el rudo motociclista, el sikh, el musulmán, el africano, el asiático y el quebeco, nadie escapa al delicioso encanto de sus mangos’flor. Yo hago lo que puedo en la caja, pero son demasiados; es insoportable el calor, e inevitable el éxtasis generado por las notas de Stevie Wonder, y su banda (sí, me estoy perdiendo el concierto de semejante monstruo por culpa de la supervivencia). Un niño pecoso, de gafas y gorra de béisbol, me extiende un puñado de monedas, previamente remojadas en el jugo de la flor de mango que ahora sostiene en la otra mano.
Me seco la frente con el dorso de la mano en la que sostengo ahora las inmundas monedas, y otro cliente reclama mi atención. Es una voz joven de mujer, dulce pero a la vez perentoria; seria, pero a la vez cálida, que grita, ansiosa: ¡Joven, rápido, un mango, me muero de calor!
Y el verano pegajoso y aplastante de Montreal al fin hace de las suyas y lo derrite todo a nuestro alrededor, hasta que solo quedan, en esta grieta metafísica, una jovencita escuálida y morena, y Manuelito. Ella lleva un vestidito de flores amarillas, el pelo recogido en una sensual moña alta, y los ojos brillantes y expectantes, como los de un cachorro frente a una galleta de harina con forma de suculento huesito.
Y, como si más bien estuviera al borde de una piscina, y no detrás del mostrador, Manuelito lanza lejos un nuevo mango a medio esculpir, y se bota de frente, por encima del armatoste, y se zambulle en los brazos de la muchachita que reclama su cuerpo, sudado, machucado por las rutinas del día a día. “Con que esta es la famosa Natalia, de la que nunca, jamás, Manuelito dejó de hablar ni por un instante”, pienso, complacido.
Y claro, Romeo y Julieta II, La Revancha de los Nerds, La Laguna Azul V, Lo que el viento se llevó reloaded, todas se han desplegado frente a mí. Los dos se han disuelto en un voraz beso, digno más bien de Tiburón.
Y, a nuestro alrededor, explotan mil palmas, celebrando este milagro dulzón, mágico y deslumbrante. Clap, clap, clap.
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7. El canto embriagador de la hipodérmica
“Don't ever trust the needle, it lies. Don't ever trust the needle when it cries, cries your name”, Queensryche.
La enfermera estaba muy linda y todo, lo admito, supongo que las contratan así para relajar a los ‘marranos’ de turno. Pero tan pronto como vi la primera aguja, salí corriendo. Necesitaba el dinero, en apariencia fácil, ¿Quién es capaz de desperdiciar 1.400 dólares que se pueden lograr no solo sin mover ni un dedo sino apenas estirando un brazo unas cuantas veces?
Pero, por un lado, desde niño he detestado las hipodérmicas y, por otro, son tantas las historias que he oído de gente que, para obtener un dinero en apariencia fácil, se prestan para experimentos con las compañías farmacéuticas canadienses, sin medir las consecuencias, y terminan con cáncer o tumores o infecciones de todo tipo... Si hasta me llegó el cuento de un tipo al que le habían comenzado a salir dientes en la frente por culpa de uno de esos test de medicamentos. De hecho, la imagen me acompañó varias noches de pesadilla, aunque nunca hubiera conocido al fulano en cuestión.
La plata fácil, la maldición de nuestro amado país. Una de aquellas historias era la de William, un pereirano que había conocido en las clases de francés que patrocina el Gobierno de Quebec. Fue él quien me asesoró sobre cuál es la mejor farmacéutica, la que más rápido paga y la más confiable (si existiera esa remota posibilidad) de la cadena de procesadoras de conejillos de indias humanos de Montreal.
Ryan McGuire en Pixabay
Era una de esas personas que hablan hasta por los codos, de esos a los que, si se les tapa la boca, “sacan letreros”, como dicen las mamás. A Canadá había llegado con su ex mujer, hace seis años. De paso me informó, en ráfaga, y a boca de jarro, que ella lo había dejado por un tipo de los de aquí, un canadiense, al cual había conocido en los ‘Jumelage’, es decir, un programa de intercambio cultural para la práctica de lenguas extranjeras. Curiosamente, un intercambio de lenguas, si se quiere.
William también había probado el rosario de trabajos de emergencia, como todos, hasta descubrir la que, según él, era la fórmula mágica para hacer plata, además libre de impuestos. “Vos llegás, te hacen un examen médico, después te llaman, te programan, te reprograman, te quedas allá unas dos noches o máximo una semana, dependiendo del estudio en el que te matriculés, y el chequecito te llega a la casa, pulpito, sin problemas”, me aseguraba, como si más bien me estuviera vendiendo un carro usado.
“¿Y nunca le ha pasado nada con esas porquerías que le meterán a uno en la sangre? Qué se yo… efectos secundarios…”, le pregunté. Y él, muy convencido decía: “Pues hasta el sol de hoy, nada de nada, ni un dolor de cabeza. Con el de la semana entrante ajusto 12 pruebas. Además, ten en cuenta que nosotros somos el último eslabón antes de que estos medicamentos salgan a la venta al público. Primero los han probado con animales, micos, conejos…”.
Pero todo parece indicar que la suerte se le volteó porque lo último que supe de él era que se había vuelto loco después de uno de aquellos experimentos. Dicen que, de un momento a otro, empezó a hablar incoherencias y a botar babaza por la boca, y que se tiraba del pelo y decía que unos gusanos se lo estaban comiendo en vida.
Un conocido suyo me aseguró que, en un esporádico momento de lucidez, decidió que se devolvía, de inmediato, para Colombia, pero la cordura solo le alcanzó hasta el aeropuerto Trudeau, de la ciudad, en donde lo detuvo la Policía porque se paseaba desnudo por los pasillos, gritando que el calor del trópico lo ahogaba, al tiempo que jalaba una maleta invisible.
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6. Víctimas
"Ama la guerra en que naciste, ámala, es tuya y de nadie más".
Grafiti, en las calles de Bogotá.
Los nudillos se le han blanqueado por la fuerza con la que aprieta el timón. Y uno diría que hasta puede oír cómo le traquean los dientes, al tiempo que suena de fondo el rrrrrrr del carrete proyectándole en la cabeza sus últimos días en Colombia, los más tristes, los más desastrosos de su vida. ¿Está bien don Marquitos?, le pregunto, pero él apenas traga saliva, con dificultad, y no quita los ojos del tipo que acabamos de ver cruzando la calle.
La mirada vidriosa, congelada, bajo las cejas pobladas e hirsutas, diríase las alas blancas y erizadas de sus ojos. Hunde el pie en el acelerador y sigue al tipo, desde apenas unos veinte metros, muy despacio. Esquivando huecos y más peatones y ciclistas que se atraviesan unos, y que frenan en seco y lo esquivan, por milímetros, otros.
Esta no es la ruta que usualmente seguimos a la bodega en la que trabajo todas las tardes moviendo, con un montacargas, cajas repletas de zapatos. “Don Marquitos, ¿le pasa algo? ¿Para dónde vamos? ¿Por qué se desvió?”, le pregunto. Pero solo me responde el silencio, los pitazos de los otros coches y el ronroneo del auto. El tipo que seguimos es colombiano, porque ahora sí que es evidente que lo seguimos o, mejor, que Don Marquitos le sigue el paso, la sombra, como sabueso anhelante. Eso es seguro. La configuración craneana, los rasgos afilados, el color de la piel, hasta el caminado. Uno distingue a los suyos entre un gentío, no importa dónde, no importa cómo. “La sangre tira”, como dicen en mi país.
Y nuestro objetivo, el de Don Marquitos, es medio mulato, de pelo prieto y abundante, esmirriado y se balancea de un lado a otro, como si más bien fuera una triste barca a la deriva de la rutina urbana. Lleva unos enormes lentes de sol y una camisa colorida, sandalias y bermuda de jean, cortada en casa. El tipo aquel al fin se detiene en una esquina, al lado del semáforo y nosotros también. Espera que la luz cambie para pasar al otro lado.
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Don Marquitos ha frenado en seco. Sus nudillos siguen amenazando con pulverizar el timón de la camioneta en la que transporta gente para una agencia de empleos del Norte de Montreal, en Canadá. Hunde el acelerador un par de veces. Tal vez demasiado fuerte, como si fuera una bestia al acecho de su presa. Y esta vez, el tipo mencionado, voltea a mirarnos. Pero se vuelve hacia la luz del semáforo peatonal. Más carros pitan detrás de nosotros pidiendo, rabiosos, el paso. Quizá tan confundidos como yo, que adivino lo que está pasando y lo que está a punto de pasar. “Don Marquitos… oiga…”, otra acelerada, el sujeto que cruza al fin la calle, las llantas que chillan… el motor que brama, el olor a caucho quemado, un sacudón… y nosotros seguimos en el mismo sitio. Don Marquitos suelta un bufido maquillado de suspiro, y se estrella la frente contra el volante, hasta hacerla sangrar. El hombre de la camisa colorida y los shorts se pierde, a lo lejos, entre el bullicio de la avenida. Don Marquitos llora desconsolado.
Yo abro la puerta y les grito a los desesperados que nos ensordecen a pitazos, en mi fracturado francés, que el carro se descompuso, que sigan su camino como puedan. Doy la vuelta, abro la puerta del conductor y lo abrazo. Un par de cuadras más abajo, he de enterarme de que los fantasmas existen y de que uno nunca sabe, realmente, qué parte del universo habita.
El tipo que acabamos de ver y que temí que aplastáramos, me dice Don Marquitos, era el comandante del frente guerrillero que incendió su hacienda hace tres años, porque él se negó a seguirles pagando la vacuna mensual. En el siniestro murió su hijo menor. El resto es historia. La misma historia reciente de Colombia, sangre, muertos, malas noticias y refugiados. Todos, de una u otra manera, somos víctimas.
Sus contactos en Colombia, días después, y acosado por los recuerdos y la paranoia, le confirmaron que el sujeto que vimos en la calle era, en efecto, alias ‘Vaticano’, el mismo que lo había transformado de próspero hacendado a cifra estadística en el exilio. A Canadá el sujeto había llegado como refugiado, parte del programa de protección de testigos.
Afortunadamente, Don Marquitos ahora vive en Vancouver, a donde se mudó con toda su familia algunos meses después del incidente aquel. Yo alguna vez creo que volví a ver al tipo aquel, por los lados del Viejo Puerto de la ciudad, no estoy seguro de que fuera él, no obstante, me cambié de acera.
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5. La tienda
“See my lonely life unfold, I see it every day, see my only mind explode, since I've gone away”, The ballad of Dwight Fry, Alice Cooper.
Dicen que la coja radioactiva está embarazada. Lamentable. Cuando me enteré sentí una honda punzada en el pecho, allí donde generalmente señalamos cuando queremos ubicar la congoja o una pena. Recordé también los versos del maestro Jaime Sabines, en los cuales también hace alusión a una adorable cojita en cinta.
Solo que esta vez es doloroso, porque a uno no le cabe en la cabeza que un espectro pueda embarazarse. Y es que eso, justamente, es la muchacha coja y junkie, a quien veo todas las tardes desde la diminuta tienda de libros usados en la cual trabajo para ayudarme a pagar el alquiler de un cuartito oscuro y mal ventilado del centro: un espectro de escasas carnes, y prominentes huesos lacerados. Decidí llamarla ‘radioactiva’ porque siempre tiene el pelo de colores fosforescentes, y es tal su estado de decadencia que parece recién escupida de un desastre nuclear.
Es un personaje harto conocido del sector, que además de reunir cinco tiendas de libros usados, también es la zona favorita de drogadictos y dealers. Muchas han sido las veces en las que la he visto tumbada en el piso, en la esquina mugrienta que da a la trastienda de un supermercado, bañada en su propio vómito o, despatarrada y afanosa, puyándose alguna de las últimas buenas venas que le queden en los brazos escuálidos.
Su preñez me la confirmó Natalie, quien administra la librería de al lado, y con la que alguna vez tuvimos que llamar al 911 porque la ‘coja radioactiva’ llevaba todo un día botada en el suelo, sin cambiar de posición, sin señales de vida, lívida, inerte.
Tiene un mal tatuado dragón, que le atraviesa el pecho plano, enjuto y quemado por el sol. Siempre luce una pañoleta roja atravesada sobre la frente, con la que se recoge el pelo, una masa de mugre y sudor de meses.
Hoy llega tambaleándose. ¿Hambre, desnutrición, heroína, crack, todas juntas? Un cliente llega y me pregunta por libros para observadores de aves, mientras ella se deja caer en un altibajo de la calle de enfrente, sin el menor recato, permitiendo que la minifalda de negra lycra deje al descubierto sus muslos famélicos colmados de más tatuajes. Busca, frenética, algo dentro de su bolsito rosado. ¿Qué será?, me pregunto con sorna.
El cliente me alcanza un billete de cinco dólares y procedo a apuntarlo en el cuadernito que llevamos para la contabilidad. Cuando volteo, observo cómo la mujer se pincha el cuello. Luego, se desgonza en un rictus de extremo placer, subyugada por completo a lo que sea que ahora corre por sus venas. El sol le da de lleno, sin misericordia. Si no la mata una sobredosis, seguro muere hoy deshidratada, pienso. Y su bebé, si es que en verdad está en cinta. ¿Sobrevivirá? Seguro que sí, gracias a esas dolorosas y retorcidas paradojas de la vida. El desgraciado e hipotético bebecito, también futuro junkie, va a sobrevivir a este y muchos más excesos de su maltrecha progenitora.
Este es uno de los veranos más calientes y húmedos de los últimos tiempos. Salir a la calle es como caminar entre sopa. Es tal el calor que, al fondo, creo ver cómo, poco a poco, el agua del cuerpo de la coja se evapora y sube al cielo. ¿O será, acaso, su alma? Pienso que estoy alucinando por el calor y abro una de las refrescantes latas de cerveza que traje en el morral. No está bien fría, pero igual me alivia.
Cuando la tarde llega a su fin y es la hora de cerrar, comienzo mi rutina de entrar las cajitas con los libros en promoción y hacer el balance de las ventas de hoy: 45$ miserables dólares. El sol ya casi que se ocultó por completo y, antes de cerrar el negocio, decido comprobar de nuevo si la cojita sigue viva, empujándola con el pie. Ya todo el mundo se ha ido, siempre soy el último, y han pasado unas seis horas desde que la mujer se echó a rostizar en la calle. Ya tiene la piel roja como camarón y huele a orines. Por lo visto, sus esfínteres también se relajaron en el trance en el que se encuentra.
La empujo una vez más y suelta un quejido. Tengo una lata de cerveza en la mano y, con su contenido, le salpico la cara, para ver si reacciona. Pero solo gime de nuevo y se revuelve un poquito. Aunque el sol ya menguó, la sopa sigue igual de caliente y húmeda, solo que ahora en penumbras. Me siento un poco mareado y asqueado. La mujer gime de nuevo y tiembla. De un solo sorbo me tomo lo que queda de cerveza. Miro para todos lados, no hay ni un alma en la callejuela de los libreros y los vagabundos. Sería muy fácil acabar de una buena vez con sus miserias, y evitar un nuevo eslabón en la tradicional cadena de decadencia de nuestras sociedades tan modernas y ‘evolucionadas’, claro, en caso de que los rumores fueran ciertos. Veo la hora, lanzo la lata a lo lejos, y me devuelvo para bajar la reja de la tienda y seguir mi camino. Su nombre es Chantal. La coja radioactiva y preñada se llama Chantal. Así las cosas, mañana tendremos que llamar de nuevo al 911.
Monumento a los inmigrantes, en Montreal
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4. El 711
Para usar una frase del célebre pensador y estadista ‘Cajón’, la noticia de que la Migra le había echado mano a la hija de la Señora Tachita corrió “como reguero de pólvora” por los escritorios y pasillos de Populi.
“¿Están seguros de que es su hija?”, pregunté, pasmado por la sorpresa. “Claro, Pablito estaba con ellas en el teléfono cuando pasó”, me aseguró Elia, con los brazos en jarra y mirada de ‘no seas pendejo, no vamos a inventarnos semejante cosa’. Y, justamente, Elia, a quienes todos llamábamos ‘Cornelia’, debería ser la más afectada por el hecho, porque siendo la más veterana del grupo, con los años había casi que entablado una pseudo-amistad con la Señora Tachita.
Y no solo porque ambas eran mexicanas sino porque a ciertos ‘clientes’, en aquel tipo de trabajo, era inevitable tomarles algo de afecto, aprecio o como se llame a aquel sentimiento que le puede despertar a uno quien no se conoce sino por el teléfono o a través del texto desplegado en una pantalla de computador. Y es que teníamos que ser los testigos mudos de todas las entretelas de sus vidas íntimas a través de la línea gratuita 711.
Nosotros, en Canadá, en la falda del Polo Norte; ellos, en la cálida y siempre soleada California. Unidos gracias a esas paradojas que permite la tecnología actual o, dicho de otra manera, la manida ‘globalización’. Éramos once inmigrantes, de diferentes nacionalidades de habla hispana: argentinos, venezolanos, mexicanos, colombianos y peruanos enlazados vía texto-texto o texto-audio, en español o inglés, a discapacitados o ancianos con problemas de audición o de habla.
Desde transacciones bancarias hasta domicilios de pizza o comida china, nosotros éramos su nexo con el mundo exterior. De esta forma, al igual que la Señora Tachita, eran cercanos Mr. Inglewood, Mr. DiStasio (a quien habíamos bautizado ‘despacio’ dada su lentitud para escribir cualquier palabra) o Manny, un presidiario que se aprovechaba de este servicio (gratuito) para comunicarse con su mujer (y con su amante) casi a diario.
Mi Talón de Aquiles era Mrs. Vigliotti, una ancianita adorable que se empecinaba en llamar, todos los jueves en la noche, a su nieta favorita. Esta era una adolescente horripilante que, a duras penas, le respondía con monosílabos, humms, ajás, etc. Excepto cuando Mrs. Vigliotti le decía que ya le había girado el cheque de su mesada. Entonces le enviaba un elocuente: “thanks nona”. Muchas veces estuve a punto de hacerme pasar por la viejecilla y poner en su sitio a la aprendiz de arpía. Pero siempre me desanimaba la posibilidad de que me despidieran por algo semejante. La paga no era mala, los horarios sí, pero ni modo. La eterna ecuación de la necesidad.
El punto es que, por nuestras manos y oídos pasaba un cúmulo enorme de emociones y situaciones que, en muchos casos, no sabíamos ni cómo manejar. Y tal como esa penosa situación, muchas más adornaban el anecdotario del trabajo que desempeñé por cerca de 13 meses, hasta que la falta de sueño me pasó la cuenta de cobro y hasta la cordura se me hizo trizas.
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Tiroteos, riñas, tipos masturbándose, amenazas y hasta bromas pesadas de estaciones de radio desfilaban por nuestro piso, porque gente de todos los pelambres sacaba ventaja de aquel servicio gratuito.
“Parece que la van a deportar”, me dijo Elia, un par de días después, cuando me la topé en un pasillo, a la hora de la cena, “ayer me tocó hacerle el puente a la Señora Tachita con una agencia de abogados y le pidieron un montón de dinero para asesorarla y tratar de bloquear la deportación de Cristina (como se llamaba la hija)”. “¿Un montón, cuánto?”. “Dos mil dólares para empezar, y otros ocho mil en dos cuotas, pero la pobre vieja no tiene ni en qué caerse muerta”, me respondió, con los ojos aguados y la voz congestionada, como si se tratara de una familiar suya.
Quizá, afectado yo también por la carga dramática de la historia, o tocado por ver tan descompuesta a la propia Elia, se me ocurrió una idea tan descabellada como loable: “¿y por qué no hacemos una colecta entre todos los del call center y le mandamos algo de dinero a la vieja?”. Y una sonrisa pirotécnica le explotó en la cara, me propinó un abrazo y desapareció, urgida, a buscar voluntarios. Y claro, no faltaron. Es harto conocida la generosidad y calidez de los latinoamericanos que hasta son capaces de “quitarse la camisa por un buen amigo”, según reza el adagio popular.
Y, obvio, sin que los jefes se enteraran, se llevaron a cabo varias actividades para recoger algo de dinero con el cual ayudar a la pobre anciana. Para que me entiendan, hicimos lo que se catalogaría hoy como un ‘crowdfounding’, pero criollo. Y fue el mismo Pablito el escogido como tesorero, por mayoría de votos. Era un muchacho enorme, que no sobrepasaba los 25 años, pero sí los cien kilogramos.
Pablito era hijo de inmigrantes peruanos, siempre con un chiste y una sonrisa a flor de labios, querido por todos y, siendo el menor del grupo, protegido y mimado por todos. No por nada lo llamaban ‘Pablito’. El problema con Pablito es que era de esas personas que son demasiado buenas, demasiado dulces o parecen demasiado inocentes para ser real. Desde el primer minuto que lo conocí, tan pronto como apretó mi mano con una de sus manazas, cuando nos presentaron, sentí aquello que mi recordada abuelita solía expresar como: “lo mastico, pero no lo paso”. En otras palabras, mi instinto me decía que era necesario trabajar con el tipo, pero no intimar con él. No me generaba confianza alguna. Era de esos individuos de mirada huidiza y vidriosa, signo inequívoco de que algo se traen entre manos, de que usan una careta. De que si les das la espalda, te van a clavar un cuchillo de matarife entre los omoplatos y hasta la empuñadura.
Y así habría de ser. Varias semanas después de ventas de tacos al pastor, tamales y empanadas, de rifas y hasta una ‘beach party’, en las playas de las famosas Islas de San Timoteo, y que ayudó, de paso, a solidificar aún más los lazos entre los hermanos de la diáspora latina, logramos superar la cifra meta de los dos mil dólares. Habíamos reunido $3545 dólares. Ni el concierto desesperado de las llamadas que entraban a nuestras líneas, fue capaz de interrumpir nuestros, besos, abrazos, lloriqueos y risas de gozo, muy merecidos tras el deber cumplido. El deber cumplido con el prójimo.
Aquello parecía más bien la celebración de un Mundial de Futbol. Para rematar, después del trabajo nos fuimos a celebrar a un bar latino que solíamos frecuentar en ocasiones plenas y alegres como esa, o cuando solo queríamos sacudirnos un poco la monotonía al ritmo de la salsa. No obstante, cuando se disipó la bruma de la gloria, y con nuestras recién acicaladas humanidades, el garrotazo habría de llegar con el doble de dolor y contundencia.
Fue de nuevo la misma Elia, la portadora de novedades. Yo llegaba a mi turno, muy al filo de las diez de la noche y la encontré, esta vez, llorando a moco tendido en la cafetería. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la hija de Doña Tachita, quizá ya de vuelta a la casa de su progenitora.
Pero las noticias eran aún peores. Ningún libretista de culebrones mexicanos, venezolanos o colombianos habría adivinado el desenlace de nuestra proeza trans-latinoamericana: hacía una semana que nadie sabía de Pablito. No había vuelto a trabajar. El muy hijo de la gran puta se había perdido con los $3545 dólares y, de paso, con mis resquicios de fe en la humanidad.
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3. Ave de presa
Del cielo no cae hoy ni un solo espumoso proyectil de nieve. Al contrario, el firmamento es muy azul y brilla como una colorida punzada en los ojos. El sol, poderoso, penetra hasta el último resquicio del cráneo. No obstante, la temperatura, gracias a las contradicciones de la Madre Natura, bordea los 15 grados bajo cero. Durante el invierno canadiense, el esplendor del sol es inversamente proporcional a la bondad del termómetro.
Me he bajado del autobús y camino con cautela por entre las moles de nieve y hielo. Es imperativo el caminado tipo ‘pingüino estreñido’, es decir, dando pasos laterales y cortos, con los pies apuntando hacia fuera, para mantener el equilibrio al máximo. He oído de caderas, muñecas, brazos y hasta cráneos rotos por el menor descuido.
Doblo la esquina y, de un solo golpe, me encuentro con sus ojos, llenos de inteligencia y duda. Pero nada de miedo. Parece que, al observarme, pensara: “¿Huyo o lo ataco?”. Es un halcón peregrino que, en plena acera, despedaza una paloma que acaba de atrapar. Freno en seco, ante la brutalidad y la belleza de la escena.
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La hermosa ave de presa me sostiene la mirada unos segundos más, como sopesando las posibilidades: “este es mi botín, tengo hambre, no permitiré que este humano desgarbado y triste se lo lleve o, tal vez sea yo la víctima, y el tipejo aquel se me lance encima y acabe en una jaula…”, así que levanta el vuelo, hasta posarse, a apenas unos metros, en la rama pelada de un árbol. Avanzo y contemplo lo que queda de la pobre paloma, en medio de una alfombra hecha con sus propias plumas, sangre congelada y jirones de carne. Tiene ya el cuello roto y abierto.
El halcón lo observa todo, vigilante. Pero, desafiando la lógica, no sigo mi camino, evitando el riesgo de una pelea perdida a picotazo limpio, sino que, con el pie, empujo la paloma muerta hasta donde calculo que nadie va a pasar para interrumpirle, de nuevo, el desayuno. Había oído hablar de la ‘naturaleza salvaje’ de Canadá, osos en las goteras de las ciudades, coyotes en las calles de las metrópolis, venados en el vecindario, etc. Esta es mi porción de magia.
Cruzo la puerta de cristal del 2002, el edificio en donde trabajo, y espero su reacción. El ave rapaz se toma alrededor de diez segundos, mientras se asegura de que ya nadie lo acecha, y se lanza en picada a terminar con lo que le llenará la panza quizá buena parte del mes. Una andanada de picotazos levanta una algodonosa y frenética nube de más plumas. Miro el reloj, son las 8:08 A.M. Ha llegado mi turno de ser desplumado.
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2. Tras los pasos del Rayo McQueen
“El trabajar yo se lo dejo solo al buey. Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”, ‘El Negrito del Batey’.
El bufido de la máquina me recuerda ahora el armatoste diabólico y colorado de Cars, la película. Ese que persigue al Rayo McQueen y su compinche Tow-Mater a través de un campo de trigo o de maíz. Éramos unos veinte jornaleros, en cuatro patas, tratando de recoger todos los brócolis que pudiéramos, a mano limpia, antes de que el maldito aparato nos arrancara los dedos, los brazos o la cabeza, habiéndose tragado, hace rato, mucho rato ya, nuestra dignidad.
La labor del condenado armatoste era retirar tallos, piedras, hojas sobrantes y demás, y de paso ir arando, regando la tierra y depositando nuevas semillas, de nuevos brocolitos para martirizar, más adelante, futuros desgraciaditos expatriados dispuestos a lo que sea.
No había tiempo ni siquiera para enjugarse el sudor de la frente. Eran ocho y hasta diez horas de esfuerzo, resoplidos, maldiciones y, por supuesto, uno que otro herido o desertor. Eran pocos los que soportaban toda la temporada de primavera-verano a semejante ritmo. Yo deserté al día siguiente, cuando no me pude parar de la cama por la punzada al final de la espalda, una suerte de hachazo eléctrico justo en la zona donde ‘la espalda pierde su modesto nombre’. Igual, siendo honestos, si no hubiera sido la espalda habrían sido mis manos desolladas o la insolación in-crescendo que seguro me golpearía la cabeza, como un botellazo, más temprano que tarde. No, no fui hecho para el trabajo pesado.
No obstante, sí había gente que soportaba ese específico círculo del infierno: los mexicanos. Me pregunto, ¿de dónde diablos sacan tanto coraje los condenados mexicanos? Es como si por dentro llevaran una antiquísima piedra de sacrificios en la cual la autoinmolación les concediera más y más aguante, más y más tenacidad, más y más auto-regeneración a pesar del tormento de turno, como Deadpools aztecas.
A semejante exabrupto laboral llegué por culpa de la broma pesada de un colega inmigrante: Pulgarín. Este era un costeño risueño y hablador, siempre de buen humor y amante de diabluras realmente crueles, como decirme: “compadre, te tengo E-L T-R-A-B-A-J-O, yo llevo un mes y es relajado, pagan bien, y en cash, en efectivo, ¡y es al aire libre!”.
Y en lo único que tenía razón era en lo del ‘aire libre’ que, al final de cuentas, no era tan libre, ni siquiera el aire de los pulmones del pobre infeliz que tenía que competir con el armatoste aquel. El cuadro lo acababa de completar un salvadoreño, contratado como capataz, para que presionara, aún más, a los miserables que teníamos que llenar unos sacos de lona que cargábamos en la espalda. Cinco dólares por cada saco lleno de brócoli.
Eras libre de mandar el trabajo a la mierda tan pronto como quisieras, no así de reclamar algo de dinero, pues era un quebeco (un franco-canadiense, de Quebec) el que pagaba la nómina, única y exclusivamente, al final del día, en efectivo, sin declarar al Gobierno, sin pagar impuestos, dinero contante y sonante.
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Al día siguiente me encontré al maldito Pulgarín que, con solo verme, se dobló de risa, cogiéndose la prominente barriga, como de mujer con seis meses de embarazo.
-¡ Pulgarín eres un hijueputa!-.
-¡Ajá, no iba a ser el único que comiera mierda con esa gente!- y soltaba otra ráfaga de risotadas indolentes. De buena gana le hubiera dado un puñetazo en la nariz de breva que le decoraba su cara de roedor bronceado. Pero me abstuve, primero porque estaba muy fatigado y adolorido todavía y, segundo, porque Pulgarín había sido uno de los mejores, si no el mejor anfitrión para un recién llegado despistado, recién abortado de su país como yo.
¿Que dónde consigo un colchón barato? Pulgarín había trabajado en una fábrica de muebles. ¿Que de dónde sacaba una nevera o una lavadora? Pulgarín era amigo del dueño de una tienda de electrodomésticos. ¿Que cómo se tramitaba la tarjeta del servicio de salud? Pulgarín me ayudaba a hacerlo en línea, evitándome la fila kilométrica y paquidérmica del Ministerio de Salud Pública. ¿Que quién arrendaba un apartamento? una vecina de Pulgarín tenía, a su vez, una amiga que estaba a punto de terminar el contrato de su apartamento. ¿Qué un buen abrigo para soportar los -30 grados del invierno? Pulgarín conocía una venta de bodega a mitad de precio. Buena parte de la gélida aventura canadiense, al menos en sus comienzos, giró en torno a su burbujeante y servicial persona.
A lo mejor Pulgarín era tan buen anfitrión porque él, mejor que nadie, sabía de las limitaciones propias del recién llegado: “yo no hablaba ni mondá cuando llegue acá –decía refiriéndose a los idiomas oficiales: es decir, cero inglés, cero francés-. Y aquí me ves, vivito y coleando, hay que meterle la ficha con gana y ya está, aquí al menos hay trabajo”.
Y, como todos, había pagado también su cuota de sudor, sangre y soledad para ganarse un lugar en estas tierras. Aseador de establos, caddie de golf, jardinero, repartidor de periódicos, paseador de perros, cuidador de ancianos, profesor de español, salsa, bachata y merengue; mesero, mensajero en bicicleta, repartidor de pizzas… piense en cualquier trabajo de medio-pelo, y Pulgarín lo había desempeñado. Y, justamente, como al Rayo McQueen, habría de llegarle su momento de gloria, como agente de logística de una renombrada compañía de comestibles, cargo que ocupa en la actualidad. Fue ese la cúspide de su sueño norteamericano, al que todos los recién llegados aspiramos, de una u otra manera, claro, si es que se logra, porque muchos se quedan por el camino.
Y, por supuesto, si el dios del capitalismo exigía víctimas inocentes, para que uno también subiera un poco en la escala laboral, pues yo también haría mi parte y, como no, le recomendé el mentado trabajo de recolector de brócoli a un filósofo y economista colombiano, recién egresado, que acababa de llegar a Montreal: “facilísimo, pagan al contado, cero estrés, cero sudor…”, le dije.
Nunca lo volví a ver. Mejor así.
1. ¿Qué es lo que tiene la señora Ruth?
Yo también trabajé para la mafia italiana. Si me detengo a pensar, técnicamente así fue. Y entre más lo pienso, más risa me da. Ahora es risa. Antes fue asco y rabia. Ahora puedo recordar la anécdota con una sonrisa en los labios, o moviendo la cabeza de lado a lado, divertido, como quien pretende sacudirse un recuerdo incómodo haciéndolo salir por las orejas.
El caso es que así fue, con o sin sorna. Dicen que los negocios de estafas telefónicas de Montreal están, o estaban controlados en aquel entonces, alrededor del 2010, por la mafia italiana, como tantas otras actividades ilícitas de la ciudad, prostitución, drogas, etc, ante los cuales los estamentos oficiales hacen la vista gorda, claro como en toda capital del mundo que se respete.
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Eso, un trabajo bastante sucio, fue mi paso fugaz por el tan flamante como decadente ‘Equipo de Recolección de Deudas Empire’, (cada una de las anteriores palabras debería también estar entre comillas).
Y, por eso mismo, duré apenas una semana en aquella oficina del centro de Montreal, desde la cual se estafaba a latinos despistados de Estados Unidos. ¿Lo hice por garra, por coraje, por idiotez, por curiosidad por saber qué tan lejos puede uno llegar con tal de hacerse a un puñado de dólares? Todas las anteriores.
El ‘grupo de trabajo’ era liderado por Brianna, una afrodescendiente muy sofisticada e impecablemente vestida, que siempre lucía como si más bien trabajara en Wall Street, y no en una húmeda oficina de escasos 20 metros cuadrados, en los que nos apiñábamos desempleados de todos los pelambres, urgidos por las cuentas por pagar, y rodeados por torres interminables de cajas de cartón usadas como archivadores. Era fundamental el bilingüismo español-inglés, pero el 90 por ciento del tiempo estábamos era en contacto con mexicanos, salvadoreños, panameños, puertorriqueños…
Cada vez que alguno o alguna lograba engatusar a uno de los supuestos deudores morosos, Brianna exclamaba, a grito herido: “Mike to the board! Come on, people!”, que, a su manera, era la forma de animar y fustigar a sus empleados para que no se dejaran coger ventaja en el famoso ‘board’ (tablero), en donde se anotaba lo que cada uno lograba. Cada viernes, el ganador recibía una bonificación. Generalmente, 100 dólares.
A pesar de que yo abrigaba mis sospechas, la confirmación me llegó por vía de la tremenda insultada de uno de ‘nuestros clientes’: “usted está muy equivocado si cree que somos estúpidos, no señor, ya la Cámara de Comercio nos distribuyó, a todos los comerciantes de San Juan, una circular, previniéndonos de esta estafa. ¡Vaya a cobrarle a su puñeta madre!”. Esa fue la respuesta contundente, como gancho al hígado, que me propinó Marcos, un tendero puertorriqueño al que le habían logrado vender el ficticio ‘Kit de emergencia nacional’, pero del cual no había querido pagar ni un solo dólar.
La triquiñuela, según pude averiguar, funcionaba así: un equipo de cinco ‘vendedores’ se encargaba de llamar a comerciantes latinos de Estados Unidos y les ofrecía el ‘Kit de Emergencia Nacional’ que, según ellos, era obligatorio después del 11 de Septiembre, cuando cayeron las Torres Gemelas, y que solo esta, mal llamada empresa, tenía licencia para distribuir.
De ahí en adelante, nosotros recaudábamos el dinero de los recién timados. También, según lo que encontré en la Web, este era uno de varios esquemas usados por la mafia en un muy bien montado carrusel de estafas a lo largo y ancho de Norte y Latinoamérica.
El puertorriqueño que me insultó tenía la razón, menos mal no fui capaz de decirle nada, porque algo así me olía, dadas las características del lugar y los comentarios de mis compañeros de aventura. Todos estábamos en el mismo barco. Siendo Quebec tan recalcitrante con el tema del francés, es bastante complicado para los que solo llegan hablando inglés. Y ni se diga de los que llegan sin ninguna de las dos. Casos tan dramáticos he visto. Pero no por nada los latinoamericanos somos inmunes a casi todo y sobrevivimos hasta en las circunstancias más extremas. Siempre lo he dicho: después del holocausto nuclear solo sobreviviremos las cucarachas y los latinos.
En vista de que mis papás me inculcaron fuertes valores y terror a todo lo que apeste a ilícito, puse pies en polvorosa al día siguiente de confirmar mis sospechas en Google. De todas formas, no había sido capaz de recolectar ni un mísero dólar. Todo era cuestión de argucias verbales, persistencia y poder de convencimiento, todas características de un buen vendedor o un estafador ejemplar, cosas que nunca he tenido, ni de lo primero, y menos de lo segundo.
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Era evidente que, de todas formas, lo mío era cuestión de tiempo, la cuchilla pendía sobre mi cuello a mitad de la semana: “Póngase las pilas, hágase aunque sea una recolección de 100 dólares, si no, el viernes lo sacan”. Me había asegurado Calixto, un bogotano bonachón que llevaba en aquel antro ya dos largos años y al cual había ido a parar, también víctima de la desesperación, y de los anillos asfixiantes de la boa constrictor de la necesidad.
En Colombia había sido ingeniero de sistemas, aquí, estafador. Así lo veía yo, pero desde su perspectiva, lo resumía con la siguiente sentencia: “prefiero ser martillo y no clavo”. Y bueno, también cuenta aquello de que ‘el fin justifica los medios’ que, en su caso, era reunir, lo más pronto posible, el dinero necesario para traerse a su mujer y a su hijita de cinco años: Estefanía. Obvio, en su escritorio tenía una foto de los tres, disfrazados todos de Mickey y Minnie Mouse, pero no en Disneylandia sino en una celebración de Halloween en Bogotá.
Calixto y yo intercambiábamos chistes a diario, para matizar el aburrimiento y la presión de Brianna y sus malditos gritos.
-¿Oiga, sabe cómo se llama la hijita de Linterna Verde?
-No, ¿cómo?
-Luz Clarita
Y nos reíamos por lo bajo, entre sollozos, no nos fuera a pillar la capataz ultra-fashion de tacones altos.
Cuando uno era contratado recibía de entrada el que yo catalogaba como ‘El manual del buen ratero’, en el que reposaban los procedimientos y ‘etiqueta’ telefónica, seguramente para desplumar con guante blanco a las víctimas.
El único entrenamiento era un par de horas viendo como los demás trabajaban y ya está. “Sink or swim!” (O te hundes o nadas), me dijo Brianna, a manera de bienvenida. Cada mañana recibíamos un listado de clientes por acosar y un reporte que debíamos llenar, a mano, de cuántas llamadas habíamos hecho. A mi lado se sentaba, invariablemente, un dominicano hablador y arrogante que se ufanaba de su poder ‘blatino’ (mezcla de negro y latino, según él) porque era, casi siempre, el primero en el infame tablero y el que más recolectaba comisiones. De igual forma, y dado que era la mascota de la jefa, participaba a la hora de purgar la nómina cuando era necesario.
El Némesis del esquema de chantajes era Doña Ruth: “Qué tiene doña Ruth, ¡coño!”, repetían y repetían todos como mantra, porque nadie había podido engatusar a la anciana, propietaria de un restaurante peruano de South Beach.
Todos habían sucumbido a ella como por ensalmo. Siempre contestaba el teléfono, siempre escuchaba pacientemente la palabrería de unos y otras, y nunca decía que no. Siempre repetía que pagaría hasta el último centavo que le pidieran, pero nunca lograban nada de ella. Yo una vez la contacté y charlamos un buen rato, pero del clima, de su amada y lejana Ayacucho y de la superpoderosa jalea peruana.
A lo mejor lo suyo era simple y llana soledad. Quizá era uno de esos casos de ama de casa tan solitaria y desesperada que es capaz de invitar a almorzar a un par de Testigos de Jehová con tal de tener con quién charlar un rato.
Todavía recuerdo su voz cascada y pausada, y su risita de niña traviesa entrada en años. Lástima que no me alcancé a despedir de ella. Y menos de Calixto a quien no le pedí ni el número telefónico. Lástima, era un buen tipo. Un buen tipo en el oficio equivocado.
se respete.