+ LETRAS + RECREO
La historia de una mujer particular
Por M. Mantra
Doña Nubia
Cazadora de Demonios
Ella es cálida, amable, protectora de los suyos, mujer trabajadora y la que primero está en la plaza alistando su puesto, donde es toda una autoridad en el tema de las hierbas medicinales y secretos para alejar las malas energías.
Doña Nubia es la protagonista de una fascinante aventura, que tiene misterio, acción, drama y un ánimo guerrero, a prueba de todo.
CAPÍTULOS
5. Niño coronado
Parpadea dos, tres veces, y la sombra, que divisa a lo lejos, comienza a acercarse. Una mano poderosa se posa sobre su hombro, y la voz de Monseñor Rebolledo la despierta de su ensueño.
-Nubia, muy buenos días. Te presento al padre Baltazar, su nuevo asistente.
-¿Asistente? Qué asistente, ¿Dónde estoy? ¿A dónde me trajeron? Mi hijo…
-Mucho gusto, mi señora, un honor conocerla-, le dice el muchachito vestido como sacerdote, de voz atiplada, y que le ofrece una mano delgada y blanca, como de porcelana.
-Lo siento por lo forzado de las circunstancias, pero créeme, Nubia, es una real emergencia. Estamos en la jungla de Puerto Valdivia, en la Amazonía.
Doña Nubia se cubre la cara con las manos y comienza a gimotear y a sacudir la cabeza hacia los lados.
-Por favor, acepta mis disculpas, sé que nuestros métodos a veces no son los mejores, pero el Vaticano me tiene contra las cuerdas…-, le asegura Rebolledo, conciliador.
-Al cuerno con sus métodos. Estoy cansada de que me utilicen cada que se les venga en gana, pero cuando soy yo la que necesita ayuda, me drogan y me embuten en un avión, y me mandan a donde se les pega la regalada gana. Y ya le dije, Rebolledo, mi hijo necesita ayuda.
Rebolledo se balancea un poco, adelante y atrás, sobre sus pies, como siempre hace cuando alguna situación lo estresa. A su lado, con aspecto de perro mojado, Baltazar los observa sabiendo, claramente, que sobra en la escena.
-Nubia querida, lamento profundamente lo de tu hijo, y como te comenté, tenemos a algunos de nuestros mejores agentes investigando si hay sobrevivientes, pero ahora la prioridad es esta. Aquí mismo podría estarse jugando, ahora mismo, el destino de la humanidad.
-No puedo creer que algo sea tan grave como para que no se ocupe usted mismo y sus super-agentes de blanco-, insiste la exorcista.
Sus palabras son acompañadas por lo que parece el girar demencial de las aspas de un helicóptero que se acerca.
-Mucho me temo que nuestro transporte acaba de llegar -, agrega Monseñor-. Podrás verlo por ti misma. Vamos, el tiempo apremia.
Media hora más tarde, el enorme Black Hawk de la Fuerza Aérea se detiene, como colibrí herrumbroso, a algunos kilómetros y pies de altura, de lo que parecen las fauces negras y gigantes de un dinosaurio, crispadas de picudos témpanos de hielo. Simple y llanamente, brota de entre las tripas verde-esmeralda de la selva. Cientos de figuras, como hormigas, se ven saliendo del mismo sitio. Unas, en vuelo frenético; otras, lentas y perezosas, reptando, arrastrándose como víboras recién levantadas.
Rebolledo voltea a mirar a Nubia, quien lo observa todo con la boca muy abierta y moviendo la cabeza, de lado a lado.
-Ustedes, qué hicieron, clarito les advertí que dejaran quietos los portales, que no más experimentos-, grita Nubia, tratando de superar el ruido de la hélice sobre sus cabezas.
-Yo solo sigo órdenes, como hacerte venir hasta aquí a como diera lugar-, responde Rebolledo, agitando las manos, y entrecerrando sus ojos azules hasta volverlos una mera arruga en la cara. Quiere poner cara de inocencia, pero no lo logra.
Doña Nubia baja la cabeza y, de un salto, se pone de pie y se lanza sobre el piloto de la aeronave, quien pierde el control y se desploman, cayendo en un tirabuzón frenético e interminable. El aparato por momentos se levanta, por momentos sigue derecho y vuelve a caer, como pájaro herido de muerte por el cazador. Hasta que al fin caen en picada hacia el centro de la boca infernal que se ha abierto en plena selva. Luego, desaparecen en una nube de lodo, hielo y fuego.
Los gimoteos y jadeos del prelado superan los lamentos, alaridos, gorjeos guturales, bramidos bestiales y silbidos ofídicos que conforman el telón de fondo sonoro que los rodea. Nubia tose como tísica, y se incorpora de entre las latas retorcidas del Black Hawk panza arriba. Rebolledo o lo que queda de él, yace a escasos diez metros. Ha perdido un brazo y tiene el pecho hundido y vuelto un pantano de sangre que le brota a borbotones.
La exorcista se toca por todos lados, como queriendo asegurarse de que sigue viva. Tiene el pelo vuelto un emplasto de sudor y de lo que parece aceite. Le falta un zapato y tiene un feo rasguño en la pantorrilla izquierda, en forma de cruz invertida, del que mana una perezosa gota de sangre. Como puede se agacha a verificar el lamentable estado del Monseñor. Le toma una mano trémula y le susurra entre sollozos: lo siento, lo siento de verdad, ustedes me obligaron. Harta estaba de que me trajeran, de aquí para allá, y de sus malas decisiones. Al menos aquí puedo buscar a mi hijo y tratar de frenar todo este desastre…
Rebolledo apenas le responde, entre jadeos y burbujas sanguinolentas que brotan de entre sus labios: el maletín… el maletín….
-Cuál maletín, yo no veo nada…
Alrededor, solo destrozos, el cadáver decapitado de su supuesto nuevo asistente, su zapato, cables, latas retorcidas, nada más.
-Maletín, insiste Rebolledo, y lanza un último estertor. Doña Nubia le cierra los ojos, camina en cuatro patas, hasta que sale del aparato y se deja caer en el suelo, agrietado y caliente. Quiere tomar algo de aire, pero es demasiado fétido, como si mil cadáveres rellenos de queso hubieran estado expuestos a la lluvia y al sol por muchos días.
En el cielo carmesí, de tormentas eternas, vuelan extrañas aves de alas membranosas, unas de dos cabezas, otras de cabezas como tentáculos de pulpos.
-Noshenz, dice, tragando saliva y recordando la narración que alguna vez le hiciera una santera cubana, sobre una de sus supuestas temporadas en el infierno. Poco a poco, a su alrededor, unos pequeños animalejos con tronco humano, pero extremidades sinuosas de insecto y mandíbulas picudas, han comenzado a rodearle, son cientos de ellos.
Quizás sea su intuición femenina, quizás su instinto materno o, tal vez, simplemente se ha golpeado demasiado fuerte el cráneo, pero cree escuchar, en el viento arenoso y pestilente, la palabra ‘mamá’.
Mas allá de la masa de pseudo-insectos, pseudo-humanos, un Carlitos, de apenas seis años, la observa con la tranquilidad de la roca contra la que se estrellas todas las olas de todos los océanos. Luce una negra corona, tachonada de rubíes, tan rojos como la sangre. Porta, además, una túnica real, negra también, repleta de brillantes y oscuras plumas de cuervo.
4. Jungla de azufre
La falsa enfermera está a horcajadas sobre su pecho, y le presiona los pulgares contra los ojos, mientras le baña la cara con una oscura y espesa babaza. Entre jadeos y susurros, que suenan como cuchillas rayando un espejo, le dice:
-Tu hijo te espera en el Infierno…
La comadre Blanca la azota con el tubo del suero, con la bandeja de las jeringuillas, pero el engendro no suelta su presa. Doña Blanca grita de dolor y se sacude desesperada, hasta que una fuerza descomunal levanta por los aires a la bestia y la lanza contra una pared.
Monseñor Rebolledo sostiene al demonio por el cuello, ahorcándolo con su rosario. El monstruo hace esfuerzos infructuosos por zafarse. La enorme humanidad de Rebolledo lo sostiene, ahora en vilo, mientras grita el “Deus, et Pater Domini nostri Jesu Christi, ¡invocamus nomen sanctum tuum…!", hasta que deja de patalear y estalla en llamas que lo transforman, lentamente, en un montón de cenizas pestilentes.
-Rebolledo, qué hace aquí-, pregunta Doña Nubia, congestionada aun por el terror.
-De nada, Nubia, de nada…-, le responde el prelado y se echa a reír. Tiene el pecho todavía cubierto de sangre negra y tostada. Las manos le tiemblan al ponerse de nuevo el imponente Rosario.
A la habitación ha llegado, de repente, un par de enfermeras reales y un agente de seguridad, en el cual Rebolledo clava sus intensos ojos verdes con gesto de reprobación.
-Muy claro les dije que no se movieran de esa puerta…
-Qué pena Monseñor es que tuve que ir al baño-, le responde el hombrecillo esmirriado, al que el uniforme le queda dos tallas más grandes, y cuya única arma es una cachiporra descascarada, que lleva al cinto.
-Claro, si no es una cosa, es la otra, excusas…,
-Bendito sea Dios que vino a tiempo Monseñor-, interviene Blanca, quien ahora le limpia la cara a su comadre con un algodón.
-Doña Nubia, muy a su pesar, tanto yo, como la institución que represento, hemos estado en vilo desde que nos enteramos de su accidente. Por eso he procurado mantenerme al tanto de su estado. Y, como dicen, es mejor llegar a tiempo que ser invitado.
-Pues ya no puedo permanecer más tiempo en esta cama, mi hijo me necesita… en el infierno, ese engendro me dijo que estaba en el infierno. Tengo que saber de Carlitos.
Las dos enfermeras, una a cada lado, la sujetan por los brazos, mientras Monseñor le comunica lo que ha pasado mientras ella se recuperaba del accidente:
-Nubia querida, lo siento, pero por ahora tu salud es nuestra prioridad. Lamentable lo de tu hijo, he enviado un par de mis agentes a Tibú, para que investiguen qué sucedió, y si hay sobrevivientes al ataque en la base donde estaba. Créeme que entiendo tu angustia…
-Qué va a entender, usted ni tendrá hijos y si los tiene ni los conocerá…-, le responde, altanera.
-Lo siento, pero tengo instrucciones muy claras del Vaticano, al parecer hay una filtración energética en el sur de este país y por ella está emergiendo cualquier cantidad de alimañas, luego tu presencia es requerida allá, para que entrenes y te encargues de un nuevo grupo de cazadores.
-Aquí la única alimaña es usted y nadie me va a detener, el demonio lo dijo, mi hijo está muerto, y su alma en el infierno, y tengo que rescatarlo…
-Ya sabes que no hay que creer en todo lo que sus lenguas bífidas y putrefactas te dicen…
-Pero lo vi en sus ojos perversos, y el sueño que tuve, y la visita del Bajísimo, no necesito más pruebas, y lo del noticiero… ya sabe Rebolledo, las coincidencias no existen, y menos en estos casos.
-Lo siento Nubia, pero ya sabes que no eres un lobo solitario. Todos, de una forma u otra, somos engranajes de la misma maquinaria metafísica-, le contesta el Prelado, mientras le hace un gesto con la cabeza a una de las enfermeras, quien clava una jeringuilla en el brazo de nuestra heroína.
Varias horas más tarde, el canto de pájaros, y la algarabía de monos salvajes, despiertan a Nubia.
Siente la boca pastosa y, por entre la nebulosa de la inconsciencia, y las cuchilladas de luz de la selva, cree ver una figura oscura, que la observa con detenimiento desde una de las esquinas de la habitación en la que se encuentra.
1. Poleo, azafrán y lenguas de fuego
“Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el campo de batalla”, Dostoyevski
La cornucopia de sensaciones bien podría ser contraproducente para cualquiera. Pero Doña Nubia no es lo que podría catalogarse como ‘cualquiera’ o ‘del montón’ aunque no faltaría el arribista o prejuicioso que la llamara de esa manera, por el simple hecho de ganarse la vida como una humilde vendedora de hierbas de la Plaza Municipal.
Son los colores de los cientos de verduras, frutas y tubérculos, el bullicio de la muchedumbre ansiosa por comprar y vender los aromas de la naturaleza, matizados por la brutalidad de las carnicerías y pescaderías cercanas y, por supuesto, de los maravillosos restaurantes y piqueteaderos que también se nutren de la paleta sensorial de la Plaza de San Benito, y su dinámica exquisita y febril.
Este es el hábitat de Doña Nubia, la mayoría del tiempo, de 5 de la mañana a 6 de la tarde, de lunes a viernes. A menos que alguien necesite su ayuda para curar el asma, la tos ferina, la gastroenteritis, o una posesión diabólica o atajar a un engendro recién salido del Averno, que quiere hacer de su pueblo una feria de carne y sangre humeantes.
Sobre las 3 de la tarde, cuando el reloj de la iglesia profiere sus tristes campanadas, un cliente se acerca al puesto de Doña Nubia, y con una mano enguantada, de cuero negro y brillante, agarra un atado de poleo. Por reflejo, levantaría la mirada de las monedas de 100 y mil que cuenta en su regazo, pero la oscura presencia del cuero negro refulgente bajo el sol despiadado de la mediatarde, la hace dar un respingo. Doña Nubia se levanta de un salto, se contiene y, todavía con la cabeza gacha, pregunta, con un gritito ahogado:
-Usted qué hace aquí, qué quiere -,acompañado por el tintineo de las monedas que rebotan y corren por el piso de cemento sucio y mojado.
-Por favor, cálmese, cualquiera diría que ha visto usted al Diablo…-, le responde el elegante extraño vestido de blanco, que lleva lentes de sol tipo piloto, y un bonito sombrero Panamá, de medio lado.
-Marquitos, debajo de la mesa, rápido que se nos roban las monedas, y no salga sino hasta que yo le diga-, le grita a su nieto al tiempo que, de un rotundo empellón, lo manda de cabeza al suelo. Marquitos apenas suelta un chillido.
-Pero si solo he venido a charlar, ¿por qué tanto alboroto?-, dice el tipo, con una vocecilla meliflua que la hace pensar en un vidrio roto rayando la pizarra de un salón de clases.
Doña Nubia siente cómo se le erizan los pelos de la nuca, y una piedra muy negra y fría que se le instala en el vientre. Si las serpientes hablaran seguro que así sonaría su voz, piensa y busca a tientas, en el bolsillo trasero de su delantal, las bolitas de aguardiente, azafrán y palosanto que hace apenas un par de días hizo bendecir. En el tropel de pensamientos que la embiste, uno de ellos le asegura que de nada le servirán contra este tipo, pero al menos podría cegarlo por algunos segundos mientras pone pies en polvorosa agarrada de la mano de su nieto. ¡Cuántas veces le ha dicho a Mariela que no le gusta que le deje el niño en la plaza!
-Qué charlas ni qué charlas, usted ni siquiera tiene lengua, váyase antes de que salga lastimado
-Uy cómo estamos de ariscos. Solo vine de paso, tengo asuntos por atender, como siempre-, le asegura, mientras se acerca el ahora marchito puñado de poleo a la nariz,
-Si es por lo de Abadón, no se moleste con recriminaciones, él se lo buscó. Yo ya lo había desterrado de Villa Arcadia, hasta cerqué el pueblo con cenizas de cuervo blanco…- , le responde Doña Nubia, casi gritando, como queriendo proyectar la voz sin tener que levantar la cabeza. Sabe que el Maligno no se mira jamás a los ojos. Las cicatrices que le atraviesan la espalda, de lado a lado, le empiezan a arder, como siempre le sucede cuando está en presencia de algo pútrido recién vomitado del infierno.
-¿Has oído la expresión 'toda acción genera una reacción'? Pues no esperarás que nos quedemos quietos, como si nada. Le arrancaste los brazos a mi hijo, y tienes que pagar de alguna manera, ¿no crees?
Foto Pixabay
Nubia traga saliva y, con su pie izquierdo, traza una cruz, aprovechando el barro del piso, y las palabras en hebreo que le enseñó Shlomo, el judío. Luego, busca a tientas la espalda de Marquitos, quien todavía busca monedas. El suave roce de su camiseta de los Power Rangers le devuelve el brío. Estira el brazo y le enseña la palma de la mano:
-Mire, estas que ve en mi mano tienen agua bendita, aguardiente, azafrán y palosanto. Yo sé que no son la gran cosa, pero le va a doler, usted verá…
El hombre del Sombrero Panamá suelta una sonora risotada que detiene el tiempo. Por un momento, los azulejos, los canarios y los mirlos enjaulados cesan su canto; el bullicio de los marchantes también enmudece, y cientos de ojos ahora los miran, entre sorprendidos y temerosos. Diríase una miríada de canicas de vidrio lanzadas con desdén por un niño inquieto y caprichoso.
-No es necesaria tanta violencia. Todo a su debido tiempo. Solo quería darte una visita, ponerte al tanto de las cosas. Lo nuestro no es tan fácil. Es una cuestión de dinámica cósmica. El blanco y el negro, el ying y el yang. De hecho, imagino que ni sabes qué significa todo eso. En fin, por ahora me llevo este atado de poleo, he de torturar a algunas de mis bestiecillas con él. Cuánto vale…
-Nada, lléveselo.
-Por favor, una mujer de escasos recursos como tú siempre necesitará una mano amiga. Ten-, dice el tipo mientras le lanza un billete de 50 mil pesos-. Quédate con el cambio. Nos volveremos a ver. Estoy pensando en pasar por Tibú. Así es que se llama la ratonera en la cual tu hijo menor presta el servicio militar, ¿correcto?
Y antes de que las palabras siquiera hayan sido borradas por la brisa, desaparece entre la multitud, que vuelve a sus anodinas existencias como accionada por un enorme resorte invisible y perezoso.
-Maldito, mil veces maldito, lenguas de fuego, bálsamo de hiedra, por la Señal de la Santa Cruz, ¡Va de Retro Satana!, murmura Doña Nubia, mientras se santigua.
-Marquitos, mijito, ya puede salir-, se inclina, y lo abraza con alivio.
En efecto, es Tibú donde Carlos Duván presta el servicio militar desde hace un año. Lo que le faltaba, ahora, encima de narcos y guerrilla, tendrá que proteger a su hijo contra el Maligno, y eso no lo va a lograr solo con rezos y quema de hierbas prodigiosas.
El billete de 50 mil reposa sobre una fila de manzanilla y ruda, Nubia lo escupe y le hace la señal de la cruz antes de cogerlo. Lo estira con las manos y lo observa contra el sol. Suelta un suspiro resignado, porque realmente era lo que esperaba. El muy desgraciado le ha pagado con un billete falso.
2. Siete, catorce y veintiuno
Era una vieja, antiquísima, la costumbre de caminar contando los pasos tan pronto como ponía un pie fuera de su casa. No estaba loca, no. Aunque a veces, después de un enfrentamiento contra las fuerzas del mal, sí lo pareciera. Despeinada, el cabello platinado pegado al sudor de la frente, la mirada crispada de furia, y la cara enrojecida y tensa por el esfuerzo físico y espiritual, no eran del todo agradables a la vista. Y eso sin hablar de que, a veces, resultaba con la ropa rasgada o salpicada de sangre, alquitrán o cualquier otra porquería que rellenara al engendro de turno.
Tenían que ser, siempre, múltiplos de siete los pasos que la llevaran a la camioneta del Vaticano o a la parada del bus más cercano. Lo que fuera. Ni uno más, ni uno menos. Era una ferviente seguidora de la numerología. De hecho, estaba marcada para ello. 7 era su número de destino. 7, su número de la suerte. Había sido la séptima de ocho hermanos, al igual que su mamá y su abuela. Luego, no podrían ser meras coincidencias.
Amira Quince, una de las mejores amigas que le había dejado su oficio, la había instruido al respecto, por eso y porque, en más de una ocasión, el número 7 le había salvado la vida, se cuidaba de que los dígitos que el destino le ponía enfrente estuvieran más a su favor que en contra.
Y pensando en el siete, de camino a la Plaza de Mercado, recordó a Abadón, uno de los vástagos del Maligno, por el cual ahora quería ajustarle las cuentas. Fue un 7 de julio, cuando midieron fuerzas en San Lázaro, un humilde caserío cercado por la jungla y el botadero de desechos químicos de una multinacional británica. Y eso que ni siquiera lo había eliminado por completo. Apenas le había arrancado los brazos, con los que sostenía un par de niños cuando estaba a punto de engullirlos.
Recordaba la jeta de la bestia, oscura y apestosa, desprovista de dientes y repleta de baba verdosa, abierta, de par en par, abarcanado la humanidad de los dos muchachitos, por completo. Le bastaron siete chorros del Agua de los Siete poderes, con el rifle de su nieto, para detenerlo, 4 de un lado y 3 del otro. Y el monstruo aulló de dolor, mientras sus miembros cercenados se retorcían en el suelo, con vida propia, como serpientes sin cabeza.
Para consolarse, pensó que bien podrían ser simples bravuconadas del Príncipe de las Tinieblas pero, por otra parte, la vida y la profesión le habían enseñado que nunca hay que tomarse a la ligera las palabras si estas provienen de un pozo oscuro y putrefacto. Por eso, se dijo que no estaba de más darle una llamadita a su hijo en la noche.
"Estoy pensando en pasar por Tibú. Así es que se llama la ratonera en la cual tu hijo menor presta el servicio militar, ¿correcto?", le había dicho. Sí, definitivamente era mejor cerciorarse de que Carlos Duván estuviera bien. Doña Nubia tragó saliva con nerviosismo, se ajustó el nudo del delantal con rapidez, pues ya avistaba el bus de la ruta 1421, que la dejaba justo frente a su lugar de trabajo, y saludó con una inclinación de cabeza a un señor calvo y su hijo, y a una muchacha con uniforme estudiantil. Todo esto, sin reparar en que se había detenido en el paso 344, y no el 343 como debía.
En cuestión de segundos, el cielo se cubrió de negros nubarrones y se desplomó un aguacero de pajarillos descabezados. El chofer del autobús perdió el control del vehículo y arremetió, de lleno, contra el paradero bajo el cual Doña Nubia lo esperaba, como todos los días, al filo de las 5:46 de la mañana.
3. En la otra orilla
La manita regordeta de Carlitos se siente muy tibia y esponjosa y, claro, un poco pegachenta. Cómo no, es un niño de seis años. Doña Nubia no puede evitar la sonrisa automática, esa misma que le relampaguea en la cara cada vez que su hijo la mira a los ojos, o con apenas contemplarlo en la más trivial de las actividades, como jugar con sus soldaditos de plástico o dibujar algún mamarracho indescifrable. Caminan por el centro de la ciudad, rumbo a la Plaza de los Fotógrafos, para comprarle el algodón azucarado que tanto le gusta, y para que persiga las palomas como un vendaval de pelo negro y ensortijado, ojos chispeantes y risa cristalina.
Doña Nubia baja la mirada, complacida, y lo que le agarra la mano, ahora babosa y fría, le hace dar un respingo de espanto. Eso, en efecto, viste la ropa de Carlitos, pero tiene la forma de un batracio, diríase un renacuajo acabado de pasar por el microondas. Lleva el cuerpo cubierto de llagas que, como pequeños volcanes, expelen un humillo amarillento y pútrido. La anciana intenta liberarse, pero la garra espantosa ya ha reptado hasta el codo de su brazo derecho.
Quiere gritar, pero todo el aire de su cuerpo se ha hecho una esfera de fuego que se le atraviesa, a medio camino, entre la garganta y el estómago. Sin embargo, en un rictus desesperado, abre la mandíbula todo lo que puede. Al menos, piensa, tiene que intentarlo, pedir ayuda. Alguien vendrá en su auxilio. Hasta que un extraño la choca y la hace rodar por el suelo. No obstante, la garra que le apretaba el brazo ha desaparecido, y ahora lleva en la mano un largo tronco de madera húmeda, salpicada de hongos y musgo.
Cuando despierta, Doña Nubia se encuentra con los ojos aguados de su comadre Blanca, su vecina, quien la mira arrobada de compasión.
Nubiecita, mija, pensamos que de esta no se iba a salvar. Qué alegría que sumercé despierte...
Pestañea un par de veces y observa a su alrededor: una habitación de inmaculada blancura, una ventana enorme, por la que se cuela la luz, como navajazos, a través de las persianas mal cerradas. Cables, ventosas, agujas, monitores y aparatos, como salidos de una película de ciencia ficción, conectados a su piel, embutidos en su carne. Luego, la ataca el golpazo de dolor en el hombro derecho. En la pared de enfrente, a medio volumen, un televisor escupe las más recientes atrocidades de la realidad nacional.
-Comadre, la sacó barata, un par de costillas rotas y el hombro descoyuntado... bendito sea Dios-, es el parte médico que le entrega la comadre, todavía con su mano entre las suyas, dos emplastos de carne arrugada y seca, pero calentita y reconfortante. Y eso que no le pasa el inventario de moretones y los raspones en la cara, brazos y piernas.
-¿Qué pasó, dónde estoy, quién me trajo aquí?-, pregunta Doña Nubia, perpleja.
-Cómo, ¿no se acuerda que un bus urbano casi la mata? Dios es grande y poderoso mija, hasta estuvo tres días en coma. Pero yo no me he movido de su lado. Apenas para ir al baño y a comer algo... Un buen samaritano la trajo hasta aquí, a la Fundación Sacro Sanctum.
-Y .... ¿y el niño?
-Ellos están bien, Marquitos está con mi sobrina Lisbeth y Mariela, trabajando como siempre, la patrona no le da descanso, usted sabe.
Doña Nubia reacciona, al fin, y haciendo el ademán de levantarse, arrancarse todos los adminiculos adheridos a su cuerpo, y huir por la ventana si fuera necesario, grita:
-¿Cómo así que la Sacro Sanctum?, yo no tengo para pagar una cuenta de esas....
Pero la Comadre Blanca, oportuna, la detiene poniéndole una mano conciliadora en el pecho, y le asegura que todo está bien, que no se preocupe, que ya se comunicaron con el Vaticano y confirmaron, a través de Monseñor Rebolledo, que ellos se encargan de todos los gastos.
-Cómo se nota que la conocen bien, mija...
-Ay no, ahora le voy a quedar debiendo a Rebolledo, lo que me faltaba. Semejante sabandija traicionera...
-Nubiecita, no puede ser malagradecida. Yo sé que el tipo no es muy agradable que digamos, pero desde que pasó lo que pasó el hombre ha estado muy pendiente de sumercé
-Claro, porque me necesitan... ay, me duele hasta respirar...
-Pues no ve que en el revolcón que le metió el bus se le partieron dos costillas.... y con lo jodido que es que le suelden a uno las costillas. Ahora sí le toca reposo mija, quiera o no quiera.
-Reposo, nunca hay reposo para un alma como la mía. Como si las fuerzas del mal tuvieran descanso o le dieran a uno vacaciones. Y cuál bus, no creo que haya sido un accidente como usted me lo pinta. Yo solo me acuerdo que estaba en el paradero, pensando en Carlos Duván, cuando.... Carlitos, mi Carlitos, comadre, ¿ha sabido algo de él?
-Cómo así comadre, ¿por qué me pregunta por Carlitos?
-Es que, es que… tuve una pesadilla y el Bajísimo o uno de sus emisarios me visitó en la plaza y me dijo... Necesito llamarlo al batallón ya mismo...-, le explica, intentando, de nuevo, incoporarse de la camilla, haciendo sonar todo tipo de bips con estridente urgencia.
-Tranquila comadre, estese quieta, mire que tiene que seguir en observación... está muy jodida...
Una enfermera entra como tromba en la habitación, viste de blanco, casi transparente, como su cara, apenas iluminada por un labial rojo escarlata que resalta aún más una sonrisa pseudo-bondadosa y afilada. Los ojos le chispean, como si se alegrara de verdad por verla despierta.
-Doña Nubia, qué bueno que despertó, y mucho más pronto de lo que pensábamos, pero tiene que seguir en observación, ya mismo llamamos al Doctor Andrade, tiene que colaborar con la recuperación, ¿se le ofrece algo?
-Solo se me ofrece irme de aquí-, le responde, en un último e inocuo intento.
-Usted sabe que no se va a poder hasta que le hagamos otras pruebas. Monseñor Rebolledo nos la recomendó especialmente. Así que juiciosita y verá que se va más pronto de lo que piensa-, ahora la enfermera, que parece mortaja de papel mojado, se inclina a su lado y le blande toda la negrura insondable de sus ojos.
Un escalofrío estremece a Doña Nubia y otro de los aparatos comienza a lanzar pitidos cada vez más intensos y agudos. Al fondo, en el televisor, un periodista sudoroso y despeinado asegura que sigue el cubrimiento del ataque guerrillero, con carro bomba, en el Batallón de la Infantería de Marina de Tibú, en donde, aparentemente, no hay sobrevivientes.