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Especial Cuentos de verano

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 Foto Pexels

Golero

Por: Verónica Bolaños

El domingo siguiente después de morir mi tía Juana, como era pequeña y no podían dejarme sola en la casa por miedo a que me asomara a la boca del aljibe y ocurriera otra desgracia, me llevaron al camposanto.

Desde ese día soñaba con visitar las bóvedas ardientes y polvorientas del cementerio de mi pueblo o de cualquier pueblo vecino. Desde entonces, voy cada vez que puedo, a escondidas. Un día convidé a una amiga. Ella no se negó, noté en su rostro un aire de sorpresa y alegría...

La mañana siguiente nos vestimos de luto y agarramos los paraguas negros, el sol calentaba el camino empedrado. Cuando llegamos, en la entrada estaba la vendedora de flores y el sepulturero sentado en un banquillo de madera fumando un cigarrillo mirando a lo alto de los árboles.

Como siempre, me llamó la atención el colorido de las bóvedas, las fotografías de los difuntos sonrientes pegadas en el mármol, los callejones estrechos, los cráneos que rodaban como bolas de billar, las bolsas negras, rotas, con huesos y ropas de difuntos exhumados y tirados en cualquier recoveco, y el silencio… Mi amiga no paraba de decirme que era más divertido que ir a Disneyland y eso que no lo conocía y seguramente nunca la llevarían… Yo la pellizcaba para que se aquietara.

Compré flores lilas y amarillas para mis muertos recientes. Les puse a mi abuelita y mi tía el ramo de flores en un florero metálico y también les llevé dos botellitas  de agua, dicen que los muertos siempre están sedientos.

Después del placentero recorrido por cada una de las criptas, cuando  regresábamos por las escalinatas resquebrajadas, mi amiga gritó fuerte, después yo, aunque no sabía por qué. Me imaginé que lo más grave que nos podía ocurrir en ese lugar es que nos apareciera un muerto.  Encima de nuestras cabezas sentimos un aleteo pesado y fúnebre, era como si su sombra marcara su territorio. El golero se posó encima de una bóveda azul que estaba destapada, de la que salía oscuridad y triángulos de moscas... El ave nos controlaba con sus diminutos ojos.

Nuestras piernas temblaban dentro de los zapatos. Mi amiga se mojó las piernas y las sandalias de orín, después yo.

El pajarraco tenía en el pico un trozo de tela, de color verde, y algunos cabellos cenizos. Lo mirábamos absortas, de reojo. Vimos cómo le temblaban las garras y el vientre, mientras vomitaba coágulos de sangre…

Ahora, estoy sentada en el mecedor recordando esas patas arrugadas, y por las noches me motiva la imagen del golero con el pico sanguinolento…

Golero
Azucar
Calentamiento
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 Foto Pexels

Calentamiento

Por: Rita Reinhardt

Solo se dijeron ‘hola, qué tal’ y él ya se había derretido por ella. Primero fueron las manos, después el pecho, las piernas, la cabeza… y se escurrió por entre las rendijas del desagüe más cercano, justo frente a las puertas de la biblioteca. Maldita temperatura, pensó, le arruinaba el rato a cualquiera. 50, 60 y hasta 70 grados a la sombra. Maldito calentamiento global que daba al traste, incluso, con el calentamiento de los tímidos y nerdos como él. Por eso decidió sobornar al conserje del edificio para que, la próxima vez que ella saliera de la Biblioteca, la abordara con el aire acondicionado a tope en esa ala de la facultad. Al menos la solidez de su materia le daría la entereza suficiente como para invitarle una botella de agua. Eso quiso creer. Nadie se resistía a la tentación del agua fresca. Se acicaló y se procuró sus mejores galas para la ocasión y, en efecto, el AC funcionaba con tanto poder que hasta creyó notar una ligera capa de hielo cubriéndole la piel, tejiendo un bosque de escarcha en el vello de sus brazos. Ella salió, como siempre, haciendo alarde de su hermosura. Y él no se pudo mover, estaba petrificado, hecho un témpano de hielo y expectativa. 

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 Foto Pexels

¡Azúcar!

Por: Ludvika Tabriz

Heme aquí de regreso a las fiestas del pueblo, quiero repetir los instantes de frenesí y hacer de mi carne, todo un lugar de celebración. Camino por las mismas calles: el mismo aroma aguardientoso, la misma música de cantina, los mismos borrachos de siempre, la misma peste que inunda la atmósfera de esta densa capa de humo, baile, sexo y besos de esquina.

Pero entonces, esta noche, que debería sentirse como un vaho permanente, me hiela el cuerpo como nunca antes. El frío por poco y me parte las pestañas. Llevo un vestido de tiras que miro en la ventana de uno de los locales que rodean la plaza, y toda yo, quiere darse el ‘toxi- tour’ de brebajes que calientan el espíritu. Me digo a mí misma que necesito un shot urgente para calentarme, cualquiera que sea: guaro, tequila, ron, whisky. Hoy siento que puedo beber, que los tragos me van a entrar estupendamente.

Un zumbido en los oídos me persigue, se convierte en un permanente y enloquecedor ‘¡piiiii piiiii piiiii!’. Escucho a Celia Cruz desde el otro lado de la calle y corro a buscar el viejo son que cantaba: ‘ríe, llora, que a cada cual le llega su hora’. Entonces, de un solo golpe, venido de no sé qué dimensión, me veo sentada en una cama de hospital donde este cuerpo yace más de dos meses, y con los ojos desorbitados, grito a todo pulmón: ¡Azúcar!

Un mes después, me ponen la misma canción de Celia, una y otra vez, mientras miro por la ventana con mi cara catatónica... y alguien me da de comer.

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 Foto Pixabay

Verano en el pueblo

Por: José María Andreo

Estás todo el año esperando que llegue el verano para ir al pueblo. Tienes unas ganas locas de largarte de la ciudad y no volver jamás.  En verano cambias la vorágine de la gran ciudad por la tranquilidad de un pueblo de interior y su ritmo de vida más lento. Vuelves a ver el cielo estrellado con claridad, lleno de constelaciones que en la ciudad es imposible ver por la contaminación lumínica.

Qué decir del amor de verano, estás convencido que es con el que vas a tener dos o tres hijos, una casa con jardín y piscina, un coche para cada uno. Viajes a la Polinesia a bucear y tomar cócteles exóticos. Hacerse tatuajes en samoano con el nombre del otro.

Es esa época dónde se suele empezar a tontear con el alcohol, a fumar y todas esas pequeñas-grandes cosas que te puede regalar el verano. Y lo mejor de todo, esa primera vez que pasas toda la noche de fiesta sin aparecer por casa hasta la mañana del día siguiente.

Te sientes ya un adulto, eres autosuficiente. Ya puedes hacer lo que quieras, eres un hombre de los pies a la cabeza, hasta que gritas… "mamaaaa dónde está el suéter de rayas rojas y azules" o " dónde está el traje de baño”.

Llega la despedida dolorosa del amor de tu vida, que suele durar hasta que vuelves a casa. Entonces la sustituyes lo que queda de verano por una de sus amigas a la que le gustabas, ella aprovecha la ocasión y tú también.

Una mañana te toca regresar a la rutina que habías abandonado al comenzar el verano. Te vas con unas ganas increíbles de volver a ver a tus amigos, a esa compañera de clase que te miraba con ojitos.  Lo mejor del verano en el pueblo es que hagas lo que hagas, cuando te vas, es borrón y cuenta nueva. Al verano siguiente quién sabe lo que pasará, o si nos vamos a volver a ver, eso es una hoja en blanco.

Lo que nunca hay que olvidar es que la gran mayoría no tiene pueblo y continúa su vida durante el verano en su barrio. Y sueñan con aquella tarde remota en que su padre los llevó a conocer el hielo.

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 Foto Pexels

Extraña Pasión

Por: Salo Nieves

Nadie sabe cómo sucedió, pero un martes de mañana, los habitantes de Soledad (un poblado anclado en las montañas andinas) amanecieron extraños, irreconocibles, distantes y más gélidos de nunca. Fue como si la noche del lunes se hubiera robado la energía y el vigor de sus pobladores. La magia y la vida de todos estaban a oscuras, en la penumbra, y en lo que parecía una especie de peste bíblica, había afectado también la intimidad de las parejas.

 

Se había espantado la pasión. Al menos eso le contó José Pardo a su amigo Lucho, quien también le diría en total secreto, haber vivido la misma historia. Como si una nube negra estuviera metida en medio de sus camas, sus sábanas y su intimidad, robándose cualquier apetito o deseo sexual. Eso lo vivieron también otros más que con el pasar de los días fueron abriendo sus corazones atemorizados, pues no entendían a dónde había ido a parar la fogosidad, por lo que eran conocidos y envidiados en las poblaciones vecinas, ya que tenían fama de calenturientos y ardientes.

 

¿Qué había sucedido entonces? ¿Dónde estaba ese ardor nato que hervía en sus cuerpos de hombres y mujeres sin distinción. Ninguno había tenido intimidad durante  semanas, y ahora la angustia y preocupación alcanzaba los más altos niveles de temperatura en el ambiente. Pronto se convocó un encuentro entre los más viejos pobladores que, a lo mejor sabían el origen de este pésimo momento que les jugaba la vida. Todos, sin excepción, asistieron al encuentro, incluso las más centenarias matronas que llevaban años encerradas. Había que encontrar ese hilo que se embolató y los dejó sin ganas y como bien decían, “así mejor apaguemos y vámonos”.

 

Pasaron la noche entera discutiendo, lanzando teorías, promesas de fidelidad (por si era un castigo divino por uno que otro que encontraron mal parado), baños de las siete hierbas, ayunos de semanas y hasta estrategias para reinventar el sexo, el amor y la calentura; algo que no encontró eco porque estaban seguros que eso era imposible, ya que el sexo desmedido y placentero era inherente a ellos.

 

Algo que sí les sonó a todos fue la idea de don Gregorio, el más rezandero, quien propuso llenar los alrededores del pueblo de baldes y baldes de agua hirviendo porque al parecer el calor había huido en lo que él llamo ‘un desdoblamiento colectivo’, en donde sus almas ardientes salieron de sus cuerpos y no lograron regresar. Estaban estacadas en las fronteras de Soledad quemándose solas esperando ser recogidas y llevadas a sus cuerpos en donde les esperaba su libido, que era su termostato perfecto.

 

A la mañana siguiente, el pueblo entero se desplazó a sus alrededores; poco les importó ese brutal frío que congelaba sus almas, porque eran más las ganas de volver a aumentar su lujuria extraviada. Permanecieron allí hasta llegada la noche. Y, pasada la una de la mañana, el sofoco comunal invadió por cielo y tierra a Soledad. Los cuerpos ardientes, sudorosos, deseosos y, a estas horas, lascivos, se encontraron de nuevo en lo que fue la noche más frenética, fogosa y erótica de la que tengan memoria. Muchos niños nacieron nueve meses más tarde en este poblado que si bien era conocido por sus ardientes y eróticos relatos, ahora también tenía la particularidad de vivir en un eterno verano, en plenas montañas andinas; pero ni cuenta se dieron de este extraño fenómeno, porque lo único que les importó fue que regresaran a casa sus almas ardientes.

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