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La espera
Por: Penélope
A Antonio lo conocí un lunes de enero. Me enamoré al instante. Sentí que a partir de ese día mi vida tendría sentido finalmente. Lo amé hasta los huesos: todo en él me era conocido, su aroma, su piel, sus palabras, sus historias, su mirada, su sexo.. fue como un viaje de retorno a casa. Encajamos perfecto el uno con el otro; era como si dos piezas de un rompecabezas se hubieran juntado nuevamente. No quise separarme de él nunca más. Vivimos el amor más auténtico, puro y salvaje que haya conocido. Un día, también de enero, me dijo adiós. Un arranque de celos, de esos que me arrinconaban la lógica y hasta el alma misma, aplastándome los sentidos y la coherencia, rompió en pedazos una historia de amor jamás vivida. Él solo calló. No había, ni antes ni entonces, otra mujer. O sí, pero estaba en mi absurda y loca imaginación. Esperó que la calma volviera a mi; me abrazó, como quien aquieta el llanto de un niño; me besó, como el soldado que despide a su amada antes de partir a la guerra. Yo lo supe entonces: no había marcha atrás. Cerró la puerta con la certeza de no echar atrás en su decisión. Me rompí en pedazos. Lloré días, meses, años; mi vida estuvo tan desbaratada, que fue como si de la nada me hubieran sacado todo del cuerpo y me lo hubieran puesto de nuevo. Ya nada fue igual. Algo ya no encajaría nunca más dentro de mi.
Desde entonces, no he vuelto a mirar hacia fuera. Para qué hacerlo, si él está aquí, metido entre pecho y espalda; respiro su aroma, danzo en las noches en sus brazos, le hablo constantemente y hasta siento que me escucha y responde; me despierto en las madrugadas arropada en sus brazos, con tantas fuerzas que siento morir de amor cada amanecer. Su amor me pintó de colores mi oscura y apagada vida. Antes de él, todo era vacío, sombrío. Pero fue tan grande lo que creció entre nosotros, que estoy segura que me dejó con suficiente combustible para esperarlo. Y en este “mientras tanto”, no hay lugar para las prisas. Su ausencia me enseñó la calma que me era tan esquiva y fatal, y espantó mi locura, mi codependencia y mi falta de amor propio. Por eso sé que amarró su corazón y cerró la puerta por fuera y por dentro, sin darme el chance de caer en un mar de excusas con promesas de cambio. Habría sido fatal, todo habría seguido igual, el amor se habría desdibujado y habría sacado mi peor versión (si es que aún había algo más por mostrar). Hoy, él y yo sabemos que aquí estaré esperando su regreso. Ya sea aquí o en la eternidad. Da igual.
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Memento Mori
“Lost within our plans for life. It all seems so unreal. I'm a man cut in half in this world.
Left in my misery”, ‘Cemetery Gates’, Pantera.
Por: M. Mantra
Vistos en retrospectiva, fuimos la colisión de dos clichés. Yo, el adolescente raro, enjuto y taciturno, que prefería pasarse las vacaciones de verano deambulando por el cementerio de su pueblo, y ella, la niña problema de una familia acomodada, y rebelde sin causa, con lances de gótica.
Moira era pálida y delgada, de pelo muy negro y enormes ojos verdes. Si no fuera porque nos veíamos siempre a las 2 PM, cualquiera la hubiera tomado por una aparición más del camposanto. Además, siempre iba de negro. Jeans y chaqueta negra, o jeans negros y suéter gris oscuro. El máximo derroche de color que le vi lucir fue una hebillita verde (verde oscuro) que un día usó para evitar un mechón de cabello que siempre se le posaba, estratégicamente, sobre el ojo izquierdo, dándole un aire de picardía. Me recordaba una de esas muñequitas manga.
Hasta su nombre sonaba a criatura mitológica, a perdición y deseo, a alucine y a puñal de negro terciopelo.
Las nuestras fueron citas planeadas sin planear, es decir, sabíamos que habríamos de acudir al sitio de siempre, a la misma hora, y que, invariablemente, nos veríamos, pero ninguno de los dos se atrevía a disparar un ‘mañana nos vemos’ o un ‘hasta mañana’.
Pero ahí estábamos, charlando hasta que el reloj marcaba las 6:00 p.m., hora en la cual Abelardo, el velador del cementerio, cerraba la entrada principal del mismo. Y, justamente, Abelardo era el único testigo de nuestros remedos de cita, con su caminar cansino y alguna herramienta al hombro, mirándonos de reojo, comprobando, a lo mejor, que no hubiéramos profanado alguna tumba o nos manoseáramos dentro del mausoleo de la Familia Kirstein-Velasco, nuestro favorito.
Y, la verdad, imposible pensar en un mejor escenario para el encontronazo de nuestras existencias: una mole enorme, de granito gris, que coronaba una efigie de la muerte, encapotada, y blandiendo su guadaña puntiaguda. Debajo, para rematar, la leyenda “Memento mori”: “Recuerda que morirás”. Perfecto. Otro cliché, otro guiño alcahueta y burlón del destino.
A mí, lo que más me gustaba de esa imagen era el fondo de la capucha de la Parca, que nunca se lograba ver por completo, por mucho que me empinara, como si el artesano hubiese querido plasmar la eternidad misma. Y así, alelado en los ojos inexistentes de la calaca, me sorprendió Moira, susurrándome al oído: “impresionante, ¿no?”. Claro, el susto fue mayúsculo y caí de culo en el suelo, de piedrecitas sueltas y tierra polvorienta.
Moira, fiel a su persona, solo sonrió satisfecha, y me tendió una de sus manitas de porcelana, para ayudarme a incorporar, completamente ruborizado por la vergüenza y anonadado por semejante espanto aparición.
-¿Estás bien?
-Sí, no te preocupes-, le respondí, carraspeando y limpiándome la tierra del pantalón.
Aquella primera vez hablamos de lo lógico: ¿por qué diablos un par de adolescentes estaba en un panteón a media tarde, como si se tratara de un parque cualquiera? ¿No les molestaban los ocasionales mosquitos, o la soledad o el silencio aplastante o incluso una que otra vaharada apestosa de carne en descomposición? ¿Por qué no, más bien, se iban al cine? Y admito que acaricié la idea alguna vez, pero la deseché de inmediato ante el temor de que rompiera algo de la frágil estructura de lo que fueran nuestros esporádicos encuentros.
Dijo que el cementerio era el único lugar en el que podía descansar su cabeza. Allí nadie la juzgaba, ni trataba de adoctrinarla sobre cómo ser una niña buena de la alta sociedad destinada a casarse con un igual, preferiblemente terrateniente o político, o una nauseabunda mezcla de los dos. “Prefiero la muerte’, me dijo, con unos ojos cristalinos.
Entre tanto, yo huía del mal humor de mi madre, cabeza de familia, con tres polluelos por alimentar y sin trabajo fijo. Era el panteón o el manicomio. Tristemente literal en cualquiera de nuestros casos.
A Moira, además del cine de horror y de la música de Bauhaus o Joy Division (que en aquel entonces yo no tenía idea de quienes eran o cómo sonaban), le fascinaba correr en ropa interior, bajo la lluvia; la Coca Cola, tan fresca y fría, que la hiciera lagrimear, y ponerse siempre los mismos Adidas negros. Según me confesó, su terapia permanente era horadar, con el dedo gordo de su pie derecho, un agujerito que se había constituido en su único calmante contra la ansiedad. “Mejor que el Xanax”, aseguró. No obstante, también solía robarse los ansiolíticos y las pastillas para dormir de su mamá, que les vendía a sus amigas de la escuela.
Mi extremo máximo había sido robarme un par de gallinas en un pueblo cercano, para ayudarle en algo a mi mamá. ¿Así o más patéticos? ¿Así o más diferentes?
Solo una vez nos tocamos. Y aun hoy, 20 años después, siento en la piel el yerto hormigueo que me causaron sus deditos en torno a mi antebrazo. La piel se me erizó, un rayo de hielo me atravesó el pecho, y hasta di un respingo, pobre idiota, y ella, de inmediato, me soltó.
Ya no sé si sucedió durante mis vacaciones escolares del 86 o del 87 o del 89. Igual, ya no importa. Lo único que cuenta es que tuve la fortuna de que Moira me dejara una huella mucho más allá de los terrenos de la memoria. No temo exagerar. Moira estaba hecha del mismo material de los sueños, como dicen. Hecha de las mismas gazas engañosas de la nostalgia y el delirio.
Después de cada encuentro, siempre volvía a mi realidad tercermundista con la firme convicción de que había sido el último. Para qué hacerse ilusiones. Y, en efecto, una tarde cualquiera, Moira desapareció para siempre. Esperé y esperé, aguanté y aguanté, hasta las 6:10 p.m. Pero Abelardo me devolvió, de un solo puntapié, al reino de lo tangible.
-Oiga joven, ya el cementerio cerró, necesito que se vaya.
-Sí claro, disculpe una pregunta. No ha visto hoy a la niña con la que siempre charlamos aquí…
-¿Cuál niña? Usted siempre está aquí hablando solo, y pues yo no lo molesto porque me da pesar, ¿sí me entiende?
Y no me queda de otra que sentarme en uno de los escalones del mausoleo de los Kirstein-Velasco. Sorpresa, miedo, terror… tristeza. Todas, y tal vez ninguna, porque, de inmediato, Abelardo se transforma en una burbuja, de carne carcajeante, vestida de overol azul mugriento.
-Tranquilo, no se ponga pálido, respire. Jajaja. La niña Moira se fue del país con su familia, dicen que al papá lo iban a secuestrar. Ya sabe, la historia de siempre.
Si la sangre ya hubiera renovado su cauce por mi cuerpo púber habría molido a golpes al maldito sepulturero. Pero el mazazo en el corazón aun me mantenía petrificado, como otra efigie de granito a los pies de la muerte encapuchada.
-La cara que puso joven. Jajaja. Vea, tómesela suave, que eso igual no iba para ningún lado. Ya sabe, la gente rica es mejor de lejitos. Uno no debe mirar tan alto. Jajaja. Haga como yo, que me conformé con la tierra, y lo que debajo se esconde.
Y quizá tenía razón el imbécil de Abelardo. Pero hay cuchilladas que bien vale la pena acariciar. Quimeras a las cuales vale la pena seguir adorando, aunque el tiempo y la razón opinen lo contrario.
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El reencuentro
Por: José María Andreo
Entre las chimeneas y los tejados de aquel pueblo envejecido, iba apareciendo en el firmamento la luna llena. A lo lejos, en las afueras, el sol se ponía con suavidad entre las montañas, como si no quisiera irse. Por un camino de los que entra al pueblo, una pareja cogida de la mano, volvía a su casa, al son de la penumbra del ocaso.
Las luces de las farolas se iban encendiendo y se oía a unos perros ladrar en la lejanía. Abelardo, sentado en su escritorio, bajo la ventana, metía en un sobre la carta que acababa de escribir al único amor que había tenido en su vida. Después de cincuenta años sin verla, se había enterado que esa misma tarde volvía al pueblo.
Dejó la carta por debajo de la puerta donde Catalina iba a instalarse y se marchó, con la esperanza de que lo recordara. Al regresar hacia su casa vio a lo lejos a una mujer en la puerta y aligeró el paso, mientras su corazón se aceleraba. No podía creer que fuera ella. Se miraron sin decir ni una palabra, sonrieron, se abrazaron besándose con pasión, como si no hubiera pasado el tiempo. Le cogió la mano y, sus figuras se difuminaron en la oscuridad de la noche, entre las callejuelas camino a casa de Catalina. Mientras, el sol ya dormía en su lecho.
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Mañanas
Por: Manuel de León
La torrencial lluvia caía sobre la ciudad gris y furiosa. Del asfalto emergían los vapores de las últimas semanas de calor. En el paradero, Ricardo esperaba el único bus de la mañana; y ahí, en el mismo lugar, moviendo el pie con ansiedad y ritmo percusivo también estaba Lucía.
El pequeño techo del paradero tenía un hueco por donde entraba el agua, y sin contemplaciones bañaba a los dos jóvenes con una insoportable gotera que salpicaba por todos lados, y al mismo tiempo el frío los envolvía.
Ricardo se acercó a Lucía, pasó el brazo sobre su espalda y la cobijó en su pecho; ella correspondió; «¿ya estás mejor?» preguntó él con voz suave. Ella lo miró, y acercó su boca al oído, «sí, ya estoy mejor». Un silencio suspendido fue suficiente para romper las tensiones y aconteciera entre ellos la unión de sus labios tibios. Las almas se acariciaron, y apretaron sus cuerpos cansados bajo la lluvia eterna.
Al rato, el bus llegó. Ricardo y Lucía se sentaron abrazados cerca a la ventanilla. En el camino, ella le dice, «anoche te volviste a quedar dormido, no sabes cómo odio cuando haces eso». Él, entre pucheros se excusa: «no va a volver a suceder, te lo prometo».
Lucía, saca una libreta pequeña, la abre, revisa minuciosamente y luego dice: «aquí tengo anotada las veces que me has dicho lo mismo; ahora, anoto la decimoquinta».
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Amante
Por: Anaïs
Ella se levantó con el calor de siempre, con el humo en sus mejillas. Despojó su soledad, rodeó las paredes con los ojos de su infancia, caminó por su casa, presa del estupor propio de las mañanas silenciosas. Escuchó las noticias, aún sobresaltada por el miedo, otra vez de verse acompañada de fantasmas, y decidió esperar un minuto para preparar su día.
Cruzó esas primeras horas muy consciente del estado en el que había caído, y se armó de imaginaciones, pues muy pronto le serían entregadas algunas horas de amor.
Cuando él apareció se olvidaron las razones, la sed de ocuparse en algo productivo, pues le llegaba por destino un amor de diez de la mañana.
Ese era el tiempo que él podía regalarle. Las dos horas que ambos esperaban con enorme pasión y que habían acordado entre llamadas y mensajes de texto. Sexo en las letras, sexo en la respiración, en la voz entrecortada al otro lado de la línea, emoticones picantes, stickers con evidentes ganas. Los dos debían sofocar semejante hoguera.
Pero oficiar de amante es apegarse a una programación. Al deseo se le pone fecha en el calendario. Presa de los nervios, ella le esperó maquillada, llevando debajo de su vestido, sugestivas prendas interiores. Se miró en el espejo, contando los minutos para la hora indicada, y esperando mantener la lozanía que él debía recordar tres años atrás, desde su último encuentro.
Ella no pudo decirle que no. Han sido amantes desde hace 20 años. Cero constancia, cero compromiso, cero enamoramiento, cero expectativas. Sin mañana, sin un ‘te voy a llamar’, sin un ‘te amo’. Siempre ganan más las ansias, el deseo del reencuentro, la memoria de unos cuerpos que se aman durante dos horas con una intensidad al borde de la muerte, con un susurro de ultimátum que les dicta a los dos que ese tiempo demora días, meses y años, en repetirse.
Él siempre lo da todo, es un amante generoso, piensa primero en el placer de ella, y no descansa hasta verla extasiada, quiere dejar su firma en cada espacio de piel. También tiene una costumbre: irse impregnado del perfume de ella, porque disfruta sentirla en la distancia, y no teme ser descubierto.
Las dos horas de esa última mañana se agotaron. Juntos se desocuparon muy pronto de los quehaceres románticos. La que vio en el espejo, cuando él volvió a irse, era otra. Una mujer con la amenaza de una sonrisa eterna, de piel reluciente, alegre y relajada. Pero de pronto le dolió el pecho. Se sintió sofocada, tuvo ganas de llorar, y se las aguantó.
Entonces recordó la escena piadosa: él cruzando la puerta, echando adioses de niño recién nacido, convencido de su propia desnudez y de su nuevo olor.
Pronto habría de estar en otro lado, en otra calle, con otra mujer.
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Como si fuera amor
Por: Estefanía...de Mónaco
Varias historias acompañan mi intento fallido por encontrar el amor eterno, o el que no tiene fin y al que, inevitablemente, todas las mujeres en algún punto de nuestra vida le hemos puesto cara. Yo la he puesto varias veces (debo confesar). Cuestión de ilusión o exceso de irrealidad. En mi caso, solo necesitaba la primera cita para convertir al personaje en mención en mi protagonista. La historia siempre relataba la foto perfecta de una gran familia, con perro, gato y casita en la playa. A partir de ahí, ya todo se nublaba por un idealismo casi ilógico pero del cual siempre echaba mano. Así, la bolsa de sueños comenzó a llenarse de varias, a decir verdad, muchas, muchísimas historias de amor y desamor que han llenado mi vida de los momentos más mágicos, reales, intensos y divertidos que me han mantenido viva en este transitar llamado AMOR.
Inevitablemente se han quedado grabados los más ilógicos, locos, placenteros y con fecha de caducidad casi que profetizada. En esta ocasión, la historia se llama Pablo. Un tipo de mediana estatura, buena lengua en su conversación, y debo anotar, que en otros menesteres, inteligente, infiel, divertido y poco común. Pablo me sacó de mi burbuja de cristal y no me devolvió ninguna buena ilusión, pero sí muchas ganas de vivir intensamente y siempre al límite. Con él, ningún día se parecía al anterior, pero tampoco prometía esperanza para el siguiente. Me enseñó a vivir en el ahora, a disfrutar sin prejuicios, a gozarme en la música que iba desde lo más melancólico hasta lo más disruptivo con su heavy metal. Me llevó a tener sexo en los lugares más inesperados, a paseos sin horarios, a besos sin promesas. Con Pablo no había lugar para la monotonía y mucho menos el aburrimiento. Jamás visitamos dos veces el mismo lugar y daba lo mismo un miércoles que un sábado, mientras hubiera ganas. La historia llegó a su fin cuando tuve conciencia, miedo a enamorarme y cuestionamientos por el futuro.
Me rompí en mil pedazos, no sé si por amor, por ego, porque la aventura había llegado a su final o, simplemente, por mi retórica ilusión y concepto de AMOR. Cuando decidí cortar con él no tuve más opción que guardarlo en mis contactos con un: “NO CONTESTAR”. Así comenzó un camino difícil pero victorioso de dejar atrás la más genuina, genial y aventurera de mis historias. Por un tiempo me dolió el corazón, pero me sobrepuse pronto al encontrar una nueva historia que alimentara la foto perfecta de mi ilusión.
Hoy recuerdo todo eso con mucha picardía. Al cabo de algunos años pudimos sentarnos uno frente al otro; ya no con una copa de alcohol, sino con una taza de café. Me miró con la misma sonrisa pícara y me dijo: “¿Y si lo intentamos?”. Me eché a reír y le dije: “Mi yo de hoy jamás albergaría ilusiones en alguien como tú: infiel, aventurero y alcohólico”.
“Tienes razón”- respondió él. “Si yo fuera tú, ¡tampoco me aventuraría!”.
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Cadenas
Por: Juana La Loca
Con Marcelo cada encuentro era memorable, atrevido y casi que sublime. Así fue desde ese primer día en que coincidieron nuestro ojos, en aquel café que terminó en la más ferviente y fogosa noche de pasión sin tregua. Con el pasar de los días dejó de ser útil tener una pareja que encajara perfecto en mi cuerpo y que pudiera llevar de la mano, de cara al mundo. Poco a poco se fue haciendo más valioso tenerlo a mi lado, al punto que no tenía sosiego, serenidad ni placidez si no tenía su menuda y delgada figura respirando en sintonía conmigo, tan cerca como si estuviéramos pegados como siameses. No importaban las críticas que me susurraban al oído no ir tan rápido, poner un freno de mano y otras tantas señales que me exhortaban a la calma que invita el empezar de nuevo una relación. Había pasado la página de un mísero matrimonio, y me había anquilosado en esta fresca y, según mis propias palabras, “genuina relación”.
Ahora no había manera de dejar ir con el viento esta quimera de un amor casi virgen, que se cocía a fuego lento en mis entrañas. Imposible perderme la oportunidad que me estaba dando la vida de enderezar mi maltrecho y magullado amor propio. Marcelo solo callaba. Nunca le pregunté cuál era su sueño conmigo. Por eso no me resultó para nada irracional la idea de vivir eternamente juntos.
Con el pasar de las semanas fui armando el que sería nuestro hogar perpetuo. Una casa alejada del mundo, unos buenos libros para recrearnos en los momentos de ocio, comida por toneladas, muchas provisiones y mi desenfrenado amor con el que fui levantando este castillo que, si se miraba desde la distancia, tenía todo, menos la forma de una cárcel. Porque eso fue lo que construí para recrear nuestro amor. Una prisión para Marcelo, y un paraíso para mi.
Vinieron las preguntas sin respuestas (no las habría encontrado), los gritos en la noche amarrado a las cadenas de la cama, porque en el encierro no tenía chance de una posible escapada. Fueron días eternos de vigilia constante, de no querer levantarse del piso, de llorar como un niño hambriento, de súplicas y promesas de nunca alejarse, con tal de que le soltara… No había opción de dar marcha atrás. Poco a poco Marcelo fue bajando el tono de su voz, su mirada altiva y sus palabras descorteses. Fue como si su alma ya se hubiera rendido ante mi irracional amor.
Habían pasado ya doce meses y de nuevo la serenidad se había instalado en casa y el brillo de sus ojos había vuelto, como aquella tarde del primer café. Ese día descansé como si hubiera soltado un pesado equipaje.
Ya en la penumbra de la noche, con la calma que lo caracterizaba, se recostó, me abrazó y me besó como nunca antes lo había hecho, no sin antes recordarme sujetar bien las cadenas.
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Sinfonía
Por: Manuel de León
La luna observó a la pareja abrazada en la oscuridad de la noche cómplice. La mujer besaba los labios húmedos y el hombre acariciaba los pechos coquetos. Sus cuerpos se unieron, compenetrados entre palabras y alientos agitados.
Los vecinos, asomados a las ventanas, buscaban como locos las voces apasionadas, que llegaron a despertar a los perros y a los gatos.
Algunas parejas que circundaban la cuadra, desahuciadas por la rutina y echando al olvido los años, quedaron poseídas por el retumbe de los besos. Entonces sus manos se volvieron a enlazar y los deseos estallaron en la piel.
Las parejas más veteranas, sentadas en las mecedoras de sus antepasados solo esperaban la muerte, pero cuando escucharon la melodía recordaron sus tiempos de jóvenes amantes.
Esa noche, las jornadas de sudor, sonidos y caricias que se mezclaban con el éxtasis, apenas comenzaba.
Ahora, cada vez que cae el crepúsculo, los barrios completos de la pequeña ciudad, son cubiertos por las sinfonías cadenciosas que sonrojan a la luna.
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Memorias de amor
Por: Angélica Villalba
—¿Tengo un antojo? ¿Me cocinas? —le dijo saboreando el deseo en la boca.
—Y ¿qué quisieras? —respondió el esposo.
—Ajiaco —eso es lo que quiero.
Siempre había lidiado con el carácter de su esposa y hasta le gustaba. Era un pacto: ella le organizaba todo y él no se preocupaba por nada. Así que bajó las escaleras, fue directo al supermercado y seleccionó cada ingrediente, como si fueran las mejores flores que escogería un enamorado.
Cocinó la receta con cronómetro y los sabores se mezclaron entre sí, saliéndose de la olla y formando olores cambiantes en cada minuto de cocción, del mismo modo en que lo hacía su relación llena de altibajos.
Cuando estuvo lista su obra maestra, la empacó con mucho cuidado y tomó un taxi. Al llegar al hospital, las piernas temblaban. Sus 72 años le pasaban factura; sin embargo, caminó a la habitación de su mujer. La acomodó en la cama y le dio dos cucharadas de la receta. Ella no pudo comer más, su enfermedad le había quitado el antojo. Fue entonces cuando cerró los ojos, y así, el olor impregnó el lugar de recuerdos, orgasmos, hijos, aventuras y de un adiós que el chef no estaba preparado para pronunciar.
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Nuestra mentira
Por: Daniel Caradura
Marcela amaba que la vigilara cada noche, mientras preparaba la ropa que usaría al siguiente día. Decía hacer caso omiso de mi presencia, pero no era así. Ella temía hacer algo, por insípido e insignificante que fuera, sin mi consentimiento. Esperaba en silencio, con su ajuar puesto sobre la cama, simulando su silueta, para recibir mi guiño de aprobación o condena. No se atrevía a pisar la calle sin tener la certeza de que yo tenía grabado en mi disco duro, qué llevaba puesto por fuera y por dentro.
Así era ella. Sumisa y obediente dentro de la casa y una veterana y mordaz abogada defensora de las mujeres más desprotegidas. ¿Irónico, verdad? Quién hubiera imaginado que detrás de esa esbelta y delgada figura de lápiz, de un metro y 75 de estatura, se escondía una niña miedosa y temerosa de no encontrarme a su regreso.
Sentía miedo de vivir sin mí, y eso me dio alas para manejarla con mano de titiritero. El primer síntoma de su demencial e irracional dependencia, fue al mes de irnos a vivir juntos, cuando en un arranque de ira le amenacé con dejarla. Hubo tanto llanto, tanta súplica, tanto ruego y tanto miedo en sus ojos, que supe entonces quién llevaría el control de su vida. Y era tan eficaz mi estrategia que al menos un día a la semana buscaba cualquier pretexto para enojarme e invadirla de un miedo que abrumaba sus horas de trabajo y la convertía en una verdadera muñeca de trapo a mis pies. ¡Cómo disfrutaba verla regresar!, con el rostro horrorizado esperando ver en mi cara la sonrisa del perdón. Así, una y otra vez.
Lo mío no era ni fue nunca el romanticismo. Para eso estaba esa docena de novelas que devoraba cada noche. A mí no me nacía endulzarle el oído con frases fofas que solo nutrirían su ego y ponían en peligro mi poder sobre ella. Eso sería fatal. Por eso, tocaba mantener siempre la delgada línea que separaba la exitosa mujer que habitaba en ella, sin prestar mucha atención a sus logros, y eso sí, haciendo eco de los pocos fracasos que tenía afuera, agrandándolos y haciéndome sentir necesario para resolverlos. En esa espléndida dinámica vivimos más de diez años, sin la presencia de extraños que fueran a abrirle los ojos.
Pero bastó un día para que todo este mundo maravilloso que construimos, cayera como un vil castillo de naipes. Bastó la presencia de una de sus defendidas: una niña violada y golpeada por cinco vecinos suyos. Todo, desde ahí, tomó un rumbo inesperado.
Un buen día, la muchachita se apareció en nuestra casa. Sus casos jamás cruzaban nuestra puerta, pero allí estaba con su mísera figura, preguntando por mi Marcela. ‘Igualada’ pensé yo. La negué. Pero Marcela se dio cuenta y salió a su encuentro. La hizo pasar. La diminuta joven echó a llorar, contando no sé qué infortunado diálogo con uno de sus violadores. Me fastidiaba su voz, su historia, su ropita de caridad y su llanto ensordecedor. En medio de mi disimulada ira, dije: ‘usted también es culpable’. La joven paró de llorar, me miró con ojos de odio y se me abalanzó a pegarme. Me levanté de mi sillón y de un puñetazo, quedó en el suelo inconsciente. Unos segundos más tarde, sentí en mi cabeza un golpe aún más demoledor.
Cuando abrí los ojos estaba enrollado con cinta en todo mi cuerpo. Y ahí, frente a mí, estaba Marcela. Solo sentenció una lapidaria frase: “Tú vivirás muerto en vida por el resto de tus días”. Marcela cerró la puerta de este oscuro cuarto en el que me encerró hace tantos años que ya perdí la cuenta. Y al que solo viene a verme una vez al mes, en un silencio abrumador. Desde entonces, nunca más volví a escuchar su voz, como sí sus pasos, cada noche, mientras prepara el traje que se habrá de poner a la mañana siguiente.