Especial Relatos de Terror
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Niña Pálida
Por Jimmy Arias
I.
Solía esconderme los lentes, y pasarme las páginas que estaba leyendo, como una brisa caprichosa y traviesa. Otras veces, me acompañaba con su tarareo de canciones de otros tiempos, canciones que ni yo mismo conozco, a pesar de mis 83 años. También me decía palabras en latín, al oído. De repente, y sin previo aviso. Y yo quedaba entre el escalofrío y el gozo. Incluso, una vez tuvo el atrevimiento de soltarme una pila de libros sobre la cabeza. No me pasó nada grave. Es más, fue hasta divertido, a pesar de uno que otro magullón. Y la polvareda, claro. Y la tos, luego. Eran puros libros de historia, afortunadamente. ¿Qué cómo supe que había sido ella? Fácil, la avalancha de libros fue precedida por esa risita cristalina, brillante, que tan bien conocía. La extraño, y mucho, a pesar de sus diabluras, por eso he venido aquí a solicitar su ayuda.
-¿Entiendo, hace cuanto que desapareció su nieta?
-No, no es mi nieta. Es más, quizá nunca llegue a saber ni su nombre. Yo la bauticé Trinidad, en homenaje a mi santa madre. Pero nunca me reveló su identidad y yo nunca se lo pregunté.
-A ver abuelo…
-Tampoco soy su abuelo, agente.
-Entonces, señor, a ver si comprendí, usted está reportando la desaparición de una niña que usted no conoce, ¿una vecina tal vez?
-No, hombre, tampoco es una vecina mía. Yo frecuento la Biblioteca Central todas las tardes y noches, desde hace al menos 20 años, y fue allí donde la conocí. Verá, soy un hombre muy viejo y solitario, perdí contacto con mis hijos hace ya décadas. Ella, Trinidad, era mi única compañía, ¿capta?
El agente se rasca la cabeza y me mira de arriba abajo. Ha dejado el lapicero sobre la mesa y me interpela de nuevo:
-¿Me está diciendo que usted se hizo amigo de una niña que conoció en la biblioteca? Y supongo que fue con la aprobación de sus padres…
Ahora quien se rasca la cabeza, desesperado, soy yo. En efecto y como me dije esta mañana frente al espejo: soy un viejo estúpido y testarudo.
-Mire, señor agente, la verdad no éramos amigos, porque para una amistad es necesaria una reciprocidad, ¿no cree? Lo nuestro era, más bien, un pacto tácito de mutua compañía. Eso. Yo pasaba tardes y noches en la biblioteca y ella me hacía sentir que yo no estaba solo. Pero ya no.
-Lo siento abuelo, digo, señor, el reporte de desaparición tiene que ser solicitado por los padres de la niña.
-Eso es imposible. He venido aquí en un acto de desesperación. Usted no me entiende, es una aparición, una niña muerta, algo así. Y lo habrá estado quien sabe por cuanto tiempo más, pero, a pesar de todo, aprendí a valorar su etérea compañía, ¿me entiende ahora?
-Ya veo, me parece que está usted mal de la cabeza o ¿está tomado? Le recomiendo que vea a un especialista. Me está haciendo perder el tiempo, cuando me disponía a calentar mi cena. Yo no puedo hacer nada por usted, a menos que sea un familiar suyo o que usted mismo la haya matado o algo así, mejor déjeme en paz, antes de que lo encarcele por borracho.
II.
-Se llamaba Trinidad, o se llama. Es muy pálida y delgada, en los puros huesos, como dicen.
-Qué pesar, se nota que usted quería mucho a su nietecita.
-No era mi nieta, era mi… amiga…, si se quiere.
Madame Chantel se refriega las manos con nerviosismo, haciendo chocar los diez anillos que porta. Me enfoca con uno de sus ojos bizcos y mueve la cabeza, incrédula o desesperada. Al parecer, no será un dinero tan fácil como pensaba.
-No se preocupe, abuelo, yo se la ayudo a encontrar y se la devuelvo mansita, para que nunca se le ocurra perderse otra vez. Las muchachas de hoy en día son de cuidado…
-Creo que no me está entendiendo, y yo no soy su abuelo. Vea, Trinidad es una niña, calculo de unos 7 u 8 años, y era mi única compañía, en la Biblioteca Central, en la Sección de Historia. Jugaba conmigo, hablaba, cantaba y a veces hasta hacía diabluras, pero ya no. Desapareció, y quiero saber qué pasó con ella y, si fuera posible, que volviera.
Ahora Madame Chantel se pone de pie y me apunta con uno de sus dedos amarillentos, quizá por el tabaco, y sinuoso gracias a una artritis implacable.
-Lárguese de aquí, viejo pervertido.
-No es lo que usted cree. Trinidad, la niña, está muerta, o eso creo… es una aparición, un fantasma o, ahora que lo pienso, una alucinación. Pero, en todo caso, no ha vuelto. Desde hace tres semanas no me da indicios de su presencia, y eso que me quedo hasta medianoche, hasta que los guardias de seguridad me sacan a empellones.
La vieja se sienta de nuevo, se compone el turbante y ahora me mira más con curiosidad, amalgamada con misericordia.
-Lo siento. Mucho me temo que perdió su viaje señor, y el dinero de la consulta, que no es reembolsable, obvio. Usted lo que necesita es un psiquiatra o que lo internen en un hogar de ancianos. ¿No tiene esposa, hijos?
III.
El Doctor Abadía me dice que me relaje, que todo tiene solución, que los problemas y las afugias son pasajeros. Pero en nada me ayuda ni su figura nervuda e imponente, como de buitre disecado, ni el constante chirriar de su silla al menor movimiento.
-Doctor, sé que debí haberlo consultado desde el primer momento en que la vi, escurriendo su presencia, pálida y menuda, por entre los pasillos de Medioevo Germánico. Pero la soledad, la terquedad, la tristeza, qué sé yo…
Un nuevo lamento de resortes, un carraspeo, un chasqueo despectivo de su boca, y la pregunta obligada:
-Está durmiendo bien?
-Desde unos 10 años solo duermo unas cinco horas por noche.
-He ahí la razón de su sinrazón mi estimado amigo-, me responde, y de repente me siento más bien consultando a un yerbatero de esquina-. La maquinaria mental también necesita descanso. Cuando la consciencia no se apaga el tiempo necesario, pues todo dentro empieza a fallar. Nos volvemos irascibles, distraídos y, claro, hasta podemos llegar a ver cosas, fruto del cansancio.
Acto seguido, abre una de las gavetas de su escritorio y me acerca un frasquito, de plástico transparente, repleto de píldoras azuladas.
-Estas me acaban de llegar, una formula mejorada del Zopiclone, pero sin sus molestos efectos secundarios, como la fatiga o la boca pastosa. Comience con un cuarto de pastilla, luego media, y luego toda… dependiendo de cómo se sienta, y ya verá los resultados.
Siempre les hice el quite a las medicinas, especialmente a los antidepresivos, ansiolíticos y, aun mas, a las pastillas para dormir. Así que le respondo que detesto las píldoras y que, por nada del mundo, estoy dispuesto a hacerme un adicto a ellas después de viejo.
-Tranquilo Señor Funes, eso es lo mejor, no son adictivas… me lo agradecerá, va a ver…
IV.
He vuelto a la biblioteca. Anoche me tomé media de las píldoras que me dio el psiquiatra. Dormí como un tronco, casi diez horas. Soñé con ella, viéndola hacer castillos en la arenera del parque. Me sonreía y, con gesto desenfadado, me hacía señas para que me uniera a ella. Hacía mucho sol y viento, pero ni los árboles se lamentaban, con hojas y ramas, ni los pájaros cantaban. Me siento descansado. Un poco lento, no más, pero la tristeza sigue ahí, el prurito emocional que la busca en los rincones y que afina mis orejas peludas más de lo necesario para captar uno de sus usuales ‘preliator’ o ‘memento mori’ o una risita ladina. Nada en lo absoluto. Mi niña pálida, se ha esfumado por completo
El reloj marca las 11:30 p.m. Falta media hora para que cierren la biblioteca y sé que solo me resta volver a mi casa con la sempiterna loza de soledad y silencio a cuestas. No obstante, un relámpago de esperanza me atraviesa el pecho: y si esta noche, en lugar de otra mitad o de una completa, ¿me tomo dos o tres? ¿La volvería a ver? A lo mejor y podamos jugar un rato, como nunca, como siempre.
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Película de terror
Por Caro Fernández
Mientras la cabeza mutilada del protagonista rueda por las escaleras, la mujer de cabello oscuro, largo y grasiento se desplaza con movimientos desarticulados hasta llegar al hombre sentado en el sillón al que le incrusta un hacha en la frente. Satisfecha voltea su mirada maliciosa y con un aullido ensordecedor destroza el espejo de la sala, llenando el piso de filosas esquirlas con una de las cuales abre la garganta de la joven que chilla histérica frente al cadáver del hombre. Los alaridos desesperados invaden el set de grabación. Aprovechando el descontrol histérico de sus compañeros, con un movimiento sobrenatural e inesperado, les arranca las cabezas a unos extras y perfora el pecho de un camarógrafo desmayado en el piso. Cuando cesan los gritos, retumban los aplausos del director, quien se acerca a la actriz esquivando charcos de sangre y cuerpos descuartizados, para felicitarla porque al fin ha logrado desarrollar el personaje convincente que tanto le exigía.
Dos micros con sangre
Por Verónica Bolaños
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Amor incondicional
Le parecía injusto, que lo devoraran los gusanos y ratones. En una ocasión escuchó «para que se lo coma el gusano, mejor, que se lo coma el humano.» Estas palabras vibraban en su cabeza, mientras veía a su amado agonizando en el catre.
Debía de asegurarse que solo fuera suyo… Acarició cada centímetro de su cuerpo con la oreja felpuda de su gato. Luego le extrajo la sangre con una jeringuilla y fue llenando las botellas vacías. Buscó en la cocina el cuchillo de destazar. Empezó por los muslos y glúteos. La carne magra la hizo picadillo, la condimentó y congeló en bolsitas de plástico. Cada viernes, cenaba raviolis a la boloñesa y bebía unas copas de vino tinto.
Un día, el alma de su amado le gritó desde la ventana «¡estás enferma, eso no es amor!» Ella lo miró, con sus labios carnosos y ensangrentados, «solo me quedan tres raciones y unos huesos para el caldo de Navidad», le contestó, mientras sus lágrimas rodaban por sus prominentes mejillas. Agarró al gato y lo colocó en su regazo. Mientras le acariciaba la oreja, intentaba recordar dónde demonios había guardado la jeringuilla.
Las botellas vacías, rodaban por el patio…
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Muñecas
A la niña le dio un arrebato y se revolcó en el suelo del patio. Sus padres, no podían comprarle una muñeca nueva. Jugaba con una de trapo, hecha con retacitos de colores y los ojos eran dos botones negros. La niña gritaba, ¡quiero una muñeca nueva!, ¡quiero una muñeca nueva!
Su padre se quitó el cinturón. Le dio en nalgas y piernas, y la encerró en un cuarto oscuro, el de los cachivaches, junto con las muñecas de sus tías muertas. Muñecas lisiadas, calvas y de ojos desteñidos. La niña lloraba, las muñecas también lloraban, lloraban ríos de sangre. A la niña se le manchó el vestido.
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Make Up
Por José María Andreo
Es la noche de Halloween y tengo ganas de acabar. Ser maquilladora en un tanatorio es un trabajo poco ilusionante, es algo a lo que una no se acostumbra. La funeraria trae un nuevo cadáver. Es un hombre de mediana edad y una complexión que denota muchas horas de gimnasio. El finado ha caído de bruces al darle un infarto.
Los operarios de la funeraria lo colocan en la mesa donde lo voy a maquillar. Debo suturar una herida en la cara que se ha hecho al caer. Estoy loca por marcharme. Me pongo manos a la obra y hago un arreglo rápido, casi diría que una chapuza, pero él no se va a enterar; y los de la familia estarán más preocupados en consolarse, que en otra cosa.
Llego a casa, me pongo cómoda y me siento en el sillón a leer. Se oye por la escalera a los niños pidiendo caramelos. Llaman a mi puerta y voy con mala cara para que corran la voz de que la del quinto es una bruja, así me dejarán en paz. Abro y delante de mí, el cadáver último que he maquillado. Doy un portazo, cierro con llave y paso el pestillo. Asustada y temblorosa cierro todas las ventanas y corro las cortinas.
Vuelvo a oscuras a la puerta y pego el ojo con cuidado a la mirilla. Allí no hay nadie, debe ser que el cansancio me ha jugado una mala pasada. Preparo la cena, me siento a ver una serie y me quedo dormida. Me despierto al oír un ruido en la cocina y enciendo todas las luces. Se ha caído el calendario que estaba colocado en la pared con una chincheta.
Me tranquilizo, voy al cuarto de baño y me cepillo los dientes, después me pongo la mascarilla. Me meto en la cama y me dejo llevar en los brazos de Morfeo. Al sentir frío en los pies me despierto. Noto que hay alguien más en la cama, enciendo la luz de la mesilla, y es él.
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Amor a pedazos
Por Piedad Granados
El fuerte estallido de un cristal rompiéndose en pedazos en el piso de arriba, interrumpió la pasión de los amantes clandestinos que se encontraban bajo los efectos de un elixir de amor. Ya la condición de alimentarse con el fruto prohibido les pesaba en la conciencia, y entonces el estruendo activó la adrenalina, empujándolos al abismo de un peligro inminente. Era el último día del mes de octubre y por allá, en alguna parte, los zombis y los fantasmas exigían caramelos en las puertas de las casas.
La complicidad y el ardor que se percibía en la habitación se convirtió de repente en un delirio extravagante que rompió la danza armoniosa de los cuerpos. Cordura y sensatez volaron por los aires. De alguna parte se coló entonces la brutalidad, escondida en una ansiosa desesperación. Juntos afilaron colmillos y garras. Una fuerza descomunal penetró los cuerpos ahogando el deseo carnal entre una cascada de maldad. Los gemidos de la pasión cambiaron por el de chillidos, de un dolor salvaje incontenible. El placer del amor se empezó a desmoronar dando paso al placer por la crueldad y la sevicia. Los cuerpos desnudos de ropas y de almas emprendieron un apocalíptico viaje hacia el más allá, cargado de tortura y ferocidad. El demonio estaba allí. Se podía oler, sentir. Los sedujo, los convenció. Y ellos cedieron, arrancándose el pellejo uno al otro como salvajes bestias. No hubo un instante de paz hasta pasada la media noche, cuando el calendario cambió de número: “Día de los muertos”, decía.
Mientras tanto en el piso de arriba, el anciano sordo terminaba de buscar por todos los rincones de la sala, los pedazos del vaso de las flores que se le resbaló de las manos. –Espero no haber despertado a nadie- pensó. Y se echó a dormir arropado por la luz plateada de la luna llena.