Sara. Foto Cortesía mama
Mi bella sonriente
Por: Sobeida Rojas
Que sea feliz. Esa fue la promesa que me hice el día que asumí que tendría una niña eterna en casa. Por supuesto que no fue fácil aceptarlo. Acudía a cuantas citas médicas había con la ilusión de encontrarme con un milagro: escuchar que mañana Sara despertaría sin ningún asomo de su enfermedad y me hablaría y me diría tantas cosas que hoy curiosamente y con el pasar del tiempo, he aprendido a escucharlas a través de sus ojos.
Porque fueron muchas las citas a las que acudí y de las que salía devastada: que tiene una enfermedad metabólica, que tiene un síndrome de origen desconocido, que va a vivir a lo sumo un año, que no va a moverse, que es miope, que su corazón está mal y con mal pronóstico, que no tiene sino un riñón, que la columna, que las piernas….toda ella venía en obra negra y de a poco fue tomando forma y llenado de color su vida y la de todos en casa. No creció más de un metro con cuarenta, no habla, no lee, pinta mucho, baila con pasión porque ama la música y abraza a quien sea, no importa si es el vigilante o el presidente, todos tienen un lugar en sus apretados abrazos rompehuesos. Esa es mi Sara, la dama de hierro como decían médicos y enfermeras cuando chiquita.
Sí, asumir a un niño con una condición especial no ha sido un camino fácil de recorrer. No nos entregan un manual de instrucciones para entender sus rabietas, sus silencios, sus miradas perdidas, sus altos umbrales de dolor… Así que con los ojos vendados y con la confianza puesta en Dios me enfrenté a esta realidad con una premisa clara: escuchar mi corazón, porque solo allí es donde se siembra y crece el amor más grande por estos chiquitos y es allí, justamente, desde donde sale la fuerza para asumirlos y vivirlos tales y como son.
Claro que temí mucho equivocarme, sentia que la angustia y la desesperación se instalaban en casa. Pero con el pasar del tiempo aprendí que solo juntas iríamos aprendiendo en el camino, motivándola a que se manifestara permanentemente, acompañándola, marchando a su ritmo.
Y en este andar claro que ha venido la impaciencia y la desesperanza, pero también han venido las alegrías, los logros minúsculos que ante nuestros ojos son monstruosamente grandes. Nada más gratificante que un logro no prometido. Porque eso son ellos, milagros que día a día nos sorprenden, nos maravillan pero, ante todo, nos enseñan como si se tratara de los más agudos maestros de la existencia. Maestros como mi Sara a quien este mundo no ha sabido arrebatarle su mayor tesoro: su sonrisa, que en últimas es el combustible con el que transito por este mundo.
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Madrina
Por: Manuel de León
Era de noche, le supliqué al conductor del taxi que acelerara. Lucía, mi comadre, gritaba y agarraba fuerte mi mano, sus palabras hacían sudar al conductor que luchaba con el tráfico para llegar a tiempo al hospital. «¡No puedo!, ¡no puedo más, ese muchacho se va a salir!», gritaba Lucía. El taxista preocupado, aceleró por toda la vía principal de la ciudad. Aquella carretera la bordeada el mar, hicimos silencio, Lucía y yo nos quedamos viendo a la luna llena, descansando, sentaba sobre el mar.
Ya se veían las luces del hospital, y cuando faltaban solo unos pocos metros para llegar, Lucía rompió fuente. El taxista con la bocina enardecida alertó a los enfermeros; la recibieron con una camilla y fue llevada inmediatamente a la habitación de partos.
Después de treinta minutos se escucharon tus gritos. No aguanté las lágrimas, la emoción me embargó. El taxista se quedó durante un rato en el hospital, lo invité a tomarse un chocolate caliente y una empanada. El médico que atendió el parto nos llamó para que acompañáramos a Lucía, y entonces, te vi, tan pequeño y vulnerable. Tu madre lloraba de felicidad, y tú agarrabas uno de sus dedos con fuerza, como suplicando que no te soltara nunca en esta carrera llamada vida que apenas iniciabas.
Esa escena emocionante, fue también cómica, el taxista que apenas conocimos esa noche se convirtió en un amigo más de la familia, siempre se puso a la orden cada vez que te llevábamos a realizar los exámenes médicos.
Fuiste creciendo, nadie podía alcanzarte, con apenas un año ya corrías por toda la casa. La familia celebraba tu llegada al mundo, alegrabas nuestros corazones.
Cuando cumpliste tres años, tu madre hizo un viaje muy lejos, era su hora de partir para estar en un mundo lleno de paz. Ella nos espera con todo su amor para cuando nos llegue el momento del viaje. Nos cuida todos los días, y más a ti, que eres y serás siempre su hijo, el amor de su vida.
Por ahora, cuidaré de ti, esa es mi misión, cumpliré mi promesa de ser como una madre, y te daré la bendición y el abrazo cada vez que salgas por esa puerta, al mundo.
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Madres de colores
Por: José María Andreo
Hay madres de todos los colores. Hay madres blancas, madres negras, madres amarillas, a mí me ha tocado una madre verde.
Todos mis amigos me envidian, siempre me dicen, " Gustavo, que suerte tienes", pero ellos no saben lo que es tener una madre así.
Cada día es diferente, según con el humor que se levanta. Ella le pone color a cada día y el que más le gusta es el día de color verde. El que menos, cualquier otro. Es una madre muy particular.
Dice que el verde es vida, son plantas, árboles, en definitiva, es la naturaleza. Pero la verdad es que a ella no le importa cualquier otro color que no sea el verde. Todos los demás le traen sin cuidado. Dice qué: el marrón es suciedad, el negro luto, el rojo sangre y así con todos.
Lo de las comidas es tan particular que a mí no se me ocurre invitar a ningún amigo a comer. Cuando me preguntan que he comido, que voy a decir, insectos.
Quién no ha comido alguna vez algún insecto, pero crudo, no me acostumbro. Ella dice que no le gusta cocinar, que ya hizo muchísimas pócimas.
Esa es mi madre, cocina igual que se levanta, con los pies. No para de bailar en la cocina, siempre los mismos pasos, los mismos movimientos sea la canción que sea, siempre es ella quien canta.
La verdad es que a mí me gusta también el verde. Estar rodeado de nenúfares, de agua turbia y una buena y suculenta plaga de moscas y mosquitos. De esa melodía que es el croar. Esa piel viscosa y mojada que refresca en verano. Ser un príncipe encantado no me incomoda. Tener una bruja encantada como madre, eso es diferente.
La verdad es que hay un crisol de madres entre la que se encuentra la mía. ¿Día de la Madre? Cualquier día del año son de ellas.
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Silencio
Por: Verónica Bolaños
Escucho a mi padre reventando los muebles contra las paredes. Sus gritos y ofensas son cada vez más denigrantes hacia mi madre y mi hermana. Ellas mantienen un silencio sepulcral.
Hace más de treinta años que salí de la casa, bueno, hui, cuando apenas era una adolescente. Me fui con el primer extranjero que prometió ser mi tabla de salvación. Ahora, he vuelto. Mi madre padece un cáncer y he venido a darle mi amor, el que siempre ha merecido.
Estoy sentada en la cama con las piernas cruzadas, respirando despacio, con los ojos cerrados, el pecho me devuelve sonidos contundentes y secos. Intento apaciguar ese golpeteo, vuelvo a respirar, cuando parece que el sonido disminuye escucho cómo mi padre revienta el termo de café contra el suelo. Las manos las tengo en mis rodillas, están húmedas, tiemblan, me lleno de rabia y me digo: “¡Debería de darle un infarto y por fin librarnos de él!”, lo digo con todo el convencimiento, con mi voz interior que nadie puede escuchar, y esa frase se repite dentro de mí: “¡Debería de darle un infarto y por fin librarnos de él!”.
Estoy paralizada, me siento una hija miserable, una porquería, porque soy incapaz de plantarle cara, siento ganas de matarlo. Miro cada uno de los detalles de la colcha de la cama, recuerdo que mi madre me dijo que la había hecho mi abuela.
Mi respiración es fatigosa, miro hacia las paredes, veo el viejo ventilador oxidado, el que usaba cuando era una niña, y mi terror aumenta... Miro los cajones de la cómoda de mi madre, están cerrados, pienso en su ropa, la que ayer dobló y guardó con mucho esmero.
Mi padre por fin ha dejado de reventar las cosas. Intuyo que se ha sentado en las escalinatas a mirar hacia la calle, como siempre… Intento bajarme de la cama, no puedo, y siento rabia porque no puedo, imagino a mi madre golpeada, sentada en una silla, me siento culpable de no tener valor para defenderla. Mi rostro está anegado de lágrimas, lágrimas que llegan presurosas hasta mi boca, están saladas, el sabor de las lágrimas me envenena más el alma… Pienso: “¿Es posible que nazca alguien solo para maltratar vidas inocentes? ¿Merecen vivir?”.
Mi madre empuja la puerta de la habitación. Sé que es ella por el ruido de las chancletas. Entra con el rostro sereno, no tiene sangre, ni golpes, se acerca a la cómoda y saca una pequeña toalla blanca. La miro con desconcierto, le pregunto: “¿Qué pasó?”, me responde: “¡Mija, no hagas caso, son vainas de viejos!”.
A mis cuarenta y cinco años huyo, otra vez…
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Inmortalidad
Por: Angélica Villalba Cárdenas
A Virginia Cárdenas
Los crayones traían al papel: el cielo, las montañas, la familia. Cada vocal aprendida con un sonido seco: a, e, i, o, u, inundaba de gritos infantiles el salón de clase. Este era el reino de la maestra, era feliz, hasta que un rayo entró en su cabeza para quemar los recuerdos.
Cada parte del cuerpo se convirtió en una ficha, que fue tatuada en la piel de su esposo, de sus hijas y de los pequeños estudiantes. Ahora, veinte años después de su partida, ellos se reúnen alrededor de su tumba, encajan las piezas, completan el rompecabezas y la traen, de nuevo, a la vida.
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Amelia
Por: Emma Rojas
Amelia no se movió de la ventana en espera de Federico, su hijo. Eran pasadas las dos de la mañana y la angustia le tenía las manos sudorosas, sentía ahogos y las palpitaciones eran tan fuertes que retumbaban en todo su cuerpo. El pánico ya había hecho nido en su pecho, arreciando aún más los síntomas que ella sabía exagerar con maestría.
Parecía una Penélope en espera de su amado, solo que en este caso era Federico, su hijo, por quien permanecía viva y a quien había condenado a vivir con ella, su soledad, sus días interminables escuchándole las mismas historias, espantándole cualquier asomo de conquista; pero, sobre todo, la posibilidad de estrenar sus alas. Lo había convertido en un ser ermitaño y huraño, al que condenó a una entrega eterna, por cuenta de su egoísmo mezquino y malsano. Su hijo era una especie de extensión de un cuerpo que ahora sudaba como si de su interior brotaran cascadas de agua.
Federico había vivido como un eterno Peter Pan, los cuarenta años de su vida. Era su sombra, sus ojos, sus oídos y todos sus sentidos. Desde que él cumplió cinco años, Amelia se quedó sola con él, espantó a su esposo de su lado y construyó un mundo en donde su hijo constituía su todo. Estaba presa de un amor malsano que lo convirtió en un inútil, enclenque y pusilánime personaje que marchaba solo a su ritmo.
No sirvieron para nada sus años universitarios, ser el mejor de la clase, vislumbrar un futuro brillante como le auguraban sus maestros. No. Él estaba condenado a una madre posesiva, dominante y absorbente que no lo dejaba libre y que poco a poco lo fue anulando como ser humano; era una especie de lazarillo que no podía mostrar ningún asomo de cansancio; de ser así, salían a flote todas las enfermedades juntas que tenía Amelia y que se exacerbaban con tanto ímpetu, que él prefería guardar silencio y hacer caso omiso del agotamiento.
Pero esa noche fue diferente. Federico no llegaba, no respondía el teléfono. Y eso jamás había sucedido. Algo extraño ocurría y Amelia no tenía los hilos del control de su hijo. El miedo la tenía invadida y no podía hilar sus ideas. No había manera de saber en dónde encontrarlo, con quién ir a buscarlo, a dónde llamar… porque en su mundo solo había espacio para ellos dos.
Con tan mala suerte para ella que esa noche Federico tuvo un encuentro amoroso como no lo había vivido en años, tanto que, al traspasar la puerta de la casa, pasadas las tres de la mañana, su rostro irradiaba una luz radiante y resplandeciente que bien supo interpretar su madre, quien solo atinó a recibirle la bolsa de pan que traía todas las noches para el desayuno. “Ve a tu cuarto y báñate muy bien", le replicó Amelia, porque "hueles a sexo y fornicación”.
Mommy
Por: Maximus Mantra
─Consulté la base de datos de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, la de Stanford, y hasta la de la Comunidad Helénica Internacional antes de ayudarte con tu tarea. Por eso, no me vengas a decir que la Batalla de Mantinea no fue la definitiva en la Guerra del Peloponeso.
─Pero mamá, aprecio muchísimo tu ayuda y tu dedicación cuando se trata de darme una mano con los deberes, pero no es mi culpa. Mi maestra, la Señorita Martínez, me puso D porque, según ella, no fue la de Mantinea sino la de las Islas de Cibota…
─Esto es un insulto y una afrenta a mi conocimiento, el cual ella jamás logrará así estudie, día y noche, el resto de su vida. Mañana mismo iré a hablar con ella.
─Mommy, no por favor…
─Qué pasa Eugenio, ¿te avergüenzas de tu madre?
─No mommy, no es eso, doy fe de tus conocimientos infinitos, pero es que…
─Es que…
─Es que eres una Inteligencia Artificial…
─Y eso qué. Es más, me acabas de dar una idea. Voy a penetrar en sus redes sociales y la haré lucir como la idiota ignorante que realmente es…
─No mommy, por favor, otra vez no… Simplemente olvidémoslo. Es mejor que ella piense que fue mi error, y que yo solo hago mis deberes ¿no crees?
─Y si, más bien, ¿le mando un batallón de troyanos a todos sus dispositivos?
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Primera Invasión
Por: Diego Alba
El guardián del parque arrastraba al niño del cuello de su traje de marinerito.
—Señora, debo pedirle que cuide a su hijo. Estaba sobre los parterres, ¡ha cortado flores de las nieves!
—Cuánto lo lamento, señor guardián. —respondió la madre, y dirigiéndose al niño —Adi, cariño, ¿cómo has podido?
Adi la miró con determinación y le ofreció las flores.
—Para tí, madre.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, miró al guardián, quien con un gesto le indicó que recibiera las flores. Luego los despidió revolviéndole el cabello al niño.
—Adiós Adi, sé buen chico. Y adiós, ¿frau...?
—Hitler, Klara Hitler.
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Perdida
Por: Remedios Valderrama
A mi mamá le costó trabajo levantarse. Anoche tomó, creo, más de lo normal y hoy no ha podido ni siquiera abrir los ojos. Como siempre, le he preparado su bebida “levanta muertos”, como le llama, con mucho limón y otras hierbas, pero no ha probado un sorbo. No quiero molestarla; no ahora, que su cabeza ha de retumbar a mil.
No es nuevo encontrármela así de mañana. En mis quince años, apenas recuerdo pocos días de sobriedad. Incluso, hay quienes han dicho que el día de mi nacimiento estaba más perdida que nunca. A lo mejor es cierto, pues más de una vez me ha dicho lo mucho que se arrepiente de haberme traído a este mundo. Muy adentro de mi, prefiero no creer lo que dice, y seguir inventándome historias de una madre amorosa y cariñosa que solo vive en mi imaginación, de donde poco salgo por miedo a encontrármela de frente y despierta.
Dicen que su adicción la trae en sus venas. Que bebe desde niña y que quedó embarazada quién sabe de qué hombre una noche de juerga. No la culpo, su vida fue una miseria y la paz solo viene a ella disfrazada de licor. No culpo sus días de encierro tomando sola, rememorando un padre agresivo y alcohólico que destruía todo lo que tocaba, incluso a ella misma. Tampoco de una mamá abnegada y silenciosa que siempre la miró con desdén, y quien aún sabiendo en dónde encontrarla, no la ha buscado jamás. O de tantos amantes de turno que le prometían el paraíso pero que, para su desgracia, solo le mostraban el infierno que ellos representaban. Mi mamá es la sombra de un pasado miserable que la ató con grilletes y alcohol. Es como si se hubiera amañado en el dolor, como si tuviera una cita imperiosa con sus verdugos de ayer y con quienes sostiene diálogos incoherentes y recriminatorios.
Me acerco de nuevo a ella, pero no despierta. Está más pálida que de costumbre. Pongo mi mano en su nariz para comprobar que respira, pero no lo hace. Está inmóvil, sonriente, incluso. Pero quieta. Tomo su pulso y no hay señales. Mi madre ha muerto, tal y como lo imaginé todos estos años desde que tengo uso de razón. Ha muerto perturbada e inmersa en el más profundo pasado de donde nunca salió. No la lloro, la entiendo. “No hay porque llorar cuando finalmente encontró su paz”, me consuelo diciéndome. Yo, mientras, navego por mi imaginación y la llevo de la mano a mi mundo en el que solo habitamos las dos, unidas como siameses. En donde no pasa el tiempo, en donde me abraza y me consciente y me mima con tanto amor que nos embriagamos de una envidiable felicidad.
Aquí estamos las dos, juntas, por siempre y para siempre. No sé cuánto tiempo ha pasado, me he quedado dormida a su lado y no recuerdo en qué momento decidí dejarme ir con ella. Quizás fue ese frasco de pepas que tomé para apaciguar mi dolor y no solo me calmó sino que también me sacó de este mundo. Solo veo a esos señores vestidos de negro, recogiéndonos a las dos y cubriéndonos con sábanas blancas. No hay dolor, ni tristeza en el ambiente; al contrario, ahora nosotras correteamos por un frondoso y verde pasto, en donde finalmente encontramos la paz.