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Especial Navidad

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Cuentos de todos los calibres y para todos

Las letras de Te Recreo celebran la Navidad con una serie de relatos para fantasear y conectarse con el espíritu de la época.

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Esta noche es Nochebuena

Por José María Andreo

Es Nochebuena, toda la ciudad está adornada con luces, mientras suenan villancicos sin parar.

Me gusta la navidad, reunirse en familia y cantar durante toda la velada; brindar por vernos un año más todos juntos y con salud. Pero desgraciadamente la realidad, es que, en ocasiones no puedo asistir a las cenas y comidas navideñas por culpa de mi profesión.

Es un trabajo muy bien remunerado y lo cobro siempre por adelantado; aunque mi tarifa es de las más altas dentro de mi profesión; pero cuando alguien quiere en estos días asegurarse que la tarea no quede pendiente para el año nuevo, me contratan a mí.

Lo mejor de todo es que tengo un horario flexible acorde a mis necesidades, cuando quedo en una fecha para realizar mi trabajo, siempre cumplo.  

Hoy vuelvo a mi ciudad y antes de nada iré a misa, saludaré a mi amigo Francisco el párroco de mi iglesia. Me confesaré y después del trabajo iré a medianoche en conmemoración del nacimiento de Jesús de Nazaret a misa de Gallo en la Catedral. Soy muy creyente, como lo era mi padre, que me educó en la fe cristiana. También fue el que me hizo enamorarme de mi profesión.

El encargo de esta noche parte del CEO de un grupo empresarial, confían en mí y mis habilidades, tanto mi seriedad en el cumplimiento de mi cometido como de efectividad. Me visto para la ocasión, elegante pero discreto, chaqueta negra y pantalón a juego, una camisa blanco roto sin corbata, con unos zapatos de piel negros con motivos en rojo. Me peino después de engominar toda mi melena negra azabache.

Ya es la hora de ir a confesarme. Entro en la iglesia y no hay nadie, solo el padre Francisco. Me arrodillo y le confieso mis pecados. Me manda rezar dos padres nuestros y tres aves maría. Me persigno, pongo el silenciador en la Beretta 9mm y con un solo disparo en la frente, lo dejo seco dentro del confesionario. Esta vez se había confundido de niño y tocó a quien no debía.

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Justicia
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Foto Pexels
 

‘Me porté bien este año’ y otros Microrrelatos

Por Ojos de fuego

Querido Santa:

Quiero recordarte que este año hice la tarea que tenía pendiente hace rato. No volví a mis locuras. Dejé los gritos, los tics entre conversaciones acaloradas, las idas al baño para evacuar literal todo lo que me tragaba en silencio, mejoré en aquello de mis miradas inquietas al vacío, y sobre todo pude superar lo que me decías que no era normal eso de jugar con fuego.

El último ejercicio de piromanía no salió bien y mi cuarto quedó en llamas el día de las velitas de hace un año. Yo sé que me dejaste una carta con el número celular de tu terapeuta, porque toqué fondo, sobre todo cuando llegué a las dos de la mañana a la casa de mi ex a reventarle los vidrios de su apartamento, con tan mala suerte, que una de las piedras casi le revienta un ojo a su nueva noviecita. Pero tienes que reconocer que la tipa es mucho más loca que yo. Peleó por él y marcó terreno, cosa que me sacó corriendo. Y ahí si, Karma divino.

Ya sé Santa que me salvé, que tenía que trabajar en mi y en todas esas pendejadas. Pero este año lo hice bien. Ya entendí y me esfuerzo para no caer otra vez en sus mentiras. Así que, querido Santa, espero un buen muchacho este año.

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Foto Pexels

Justicia

Por Maximus Mantra

El gordito barbón fue masacrado por un montón de vecinos que, en el fragor del momento, quisieron aplicar justicia por mano propia. Ninguno se creyó eso de que caminaba por los techos de las miserables viviendas, vestido de terciopelo rojo, para repartirles regalos a los niños del barrio.

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Foto Pexels

Bienvenida

Por Manuel de León

Es la mañana. Las montañas me observan, el viento frío abre la ventana, entra por las cobijas y congela mis pies. Las nubes grises dejan caer unas cuantas gotas; los transeúntes asustados abren apresurados los paraguas.

Voy a la cocina, con el ritual matutino de siempre. Pongo a hervir el agua, el café no espera. Me miro en el espejo y veo las marcas de las sábanas alojadas en la piel.

Enciendo el televisor, el programa de música decembrina lo siguen transmitiendo.  A ese señor de la patadita de la buena suerte no le cambia la voz, me gustaría llegar a viejo y conservar esa energía.  Los vecinos del piso de arriba no han dejado de celebrar, gritan: “feliz navidad, feliz Navidad hijueputa”. Los saltos hacen temblar el suelo, creo que me van a caer encima. No he podido tomar el café con tranquilidad.

En la calle, una pareja discute, se reclaman porque no hay dinero para comprar los regalos que el niño Dios traerá a su hijo. La mujer carga al bebé, el inocente duerme con la cabeza tumbada en el hombro de su madre. La pareja sigue discutiendo mientras se pierden a lo lejos.

El café se ha enfriado, me dieron ganas de botarlo por el sifón. Los vecinos apagaron la música, se escuchan las voces de despedida; el silencio ha vuelto.

Apagué el televisor. Siempre transmiten lo mismo en los cuatro canales. Tres dan la santa misa, y el otro, el show de música decembrina que se repite, se repite y se repite.

Sentado en el sofá recibí a la Navidad en mi casa. Nos abrazamos, solos ella y yo, sin prejuicios religiosos, sin creencias cercenadoras, sin romanticismos. La Navidad me habló con recuerdos.

Las voces lejanas de familia y amigos que se encuentran en otros terruños, y las voces de mis muertos me arrullan. Llegaste, llegaste Navidad. Bienvenida.

Bienvenida
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Foto Pixabay
 

Candilejas

Por: Jimmy Arias

Rey siente, en su pecho, el crepitar de una grieta emocional cuando fija la mirada en los ojos vidrios y suplicantes del hombre de barba quien, ansioso, se ha pegado contra el vidrio de su caseta de vigilante.

-Amigo, es solo una noche. Mire que hace frío y llueve, y mi esposa está embarazada-, le ruega, señalándole una jovencita de no más de 18 años, empapada de lluvia hasta el tuétano, y con una barriga prominente y puntuda. Los acompaña un burro tan famélico y penoso como ellos dos.

Rey traga saliva, es la víspera de Nochebuena y, de repente, el achispamiento del aguardiente le ha dado paso a una dolorosa, árida sobriedad. Pero a su vez le señala al tipo de afuera el enorme aviso multicolor: ‘Motel Candilejas’.

-Mi hermano, lo siento, esto es un motel, es solo para parejas, no un hostal ni nada parecido; aquí se cobra la entrada, no es la beneficencia pública-, aclara, y carraspea nervioso.

No obstante, el barbudo no se rinde fácilmente y repunta: -Nosotros somos una pareja…-, y, de repente, un poderoso chorro de luz blanquecino cubre su enjuta figura, perfectamente enfatizada por las ráfagas de lluvia que escupe el cielo. Una enorme camioneta 4X4 les hace cambio de luces pidiendo paso.

-Mire, esto es un motel, aquí la gente viene a divertirse y vienen en carro, no en burro ni en bicicleta, ni nada parecido. Lo siento viejo, hágase a un lado, mejor váyase que tengo clientes. La camioneta insiste, ahora con su claxon.

El hombre baja la mirada, con la resignación del que se ha acostumbrado a ser el saco de golpes del campeón de la calle, toma la rienda de su jumento y se retiran. Los engullen las tinieblas y el aguacero, y las tradicionales desidia e indiferencia de las grandes urbes.

La camioneta se aproxima, se baja la ventana y Rey apechuga el garrotazo del reggaetón que le salta a la cara. Tiene que esforzarse para que el gordo mantecoso que la conduce lo pueda escuchar:

-¿La noche o el rato?

-El rato papi, una ‘suit’ de lujo y mándeme una de ‘Yoni Guolquer’ que esta ya va por la mitad. ¿Le provoca un trago?

-¿Qué?-

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Foto Pixabay

El sujeto le baja el volumen a la radio y repite, alcanzándole esta vez la botella de whiskey. Ni que estuviera loco para no aceptar un trago de ‘amarillo’ especialmente esta noche.

-Con gusto patrón, la 211, aquí tiene la tarjeta y ya le mando la el ‘Yoni Guolquer’ . Tome, muchas gracias, está muy sabroso.

-Sabe qué, acábesela ¿cierto, mami? -, dice el gordo, mientras le agarra una pierna a su acompañante, a quien dobla en edad y volumen.

-Tan generoso mi gordo, sí que se la tome, ¡Feliz Navidad! -, grita la mujer, al tiempo que de nuevo pone a tope su radio. La camioneta brama, como bestia en calor, y siguen su camino a una realidad, bastante lejana, de la suya.

Con que los milagros navideños existen, piensa Rey, empuja otro trago y sonríe. Marca el 101 del bar y hace el pedido para la 211: una canasta de frutas y una botella de whiskey con su respectiva hielera. Anota en la minuta los datos del vehículo, cierra la ventanilla de su caseta y, de golpe, se encuentra, al otro lado de la avenida, con las siluetas del barbudo, la muchachita preñada y el burro, quienes se han parapetado debajo de unos escuálidos arbustos. Malditos sean los sentimientos de mantequilla inculcados por su familia.

Rey agarra su linterna, se sube la capota de su impermeable, sale e improvisa un críptico código de luz intermitente, acompañado de gritos.

-¡Eh, oigan, aquí, vengan! ¡Eh, flaco, flaco barbón vengan!

Luego de tres carros, que levantan sendas nubes difusas de agua y barro, al fin la pareja atraviesa la avenida y se aproxima a la caseta, en la cual Rey baraja las posibilidades:

-Veamos, tenemos 30 habitaciones y 5 suites de lujo. De todo esto, el gordo y su amiguita tienen una suite… y nos queda todo el resto vacío. Imposible que el Doctor Fajardo se dé cuenta. Una noche más, una noche menos. Técnicamente son una pareja y, técnicamente, traen un vehículo-, piensa y se ríe por lo bajo.

Así que apaga el circuito cerrado de las cámaras de seguridad, sale de la caseta y le explica al barbudo y su mujer cómo acceder a la 45, la habitación que les acaba de asignar, la más cerca de la salida, por si acaso tiene que echarlos a medianoche.

-Quiero que les quede claro: solo esta noche y no más. No los quiero verlos aquí, mañana por la mañana, o los echamos a patadas, con embarazo y todo. Sigan a ver, nada de ruido, ni escándalos, y amarren bien ese puto burro para que nadie lo vea.

El barbón empapado y su mujer no creen su suerte, se echan a llorar y lo abrazan. Rey traga saliva y les devuelve el abrazo, rodeándolos con su plástico, aún más mojado.

-Usen las toallas del cuarto y pongan a secar esa ropa detrás de la nevera. Pero les repito, no se me vayan a amañar que no respondo-, les advierte, tratando de pasar por un tipo duro, pero a sabiendas de que es demasiado tarde.

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Foto Pixabay

La única forma que conoce para apagarse el fuego que a veces le calcina las entrañas, como ahora, es el alcohol, por eso se refugia, una vez más, en el milagro ambarino que le han dejado los de la 211. En efecto, apaga las llamas, pero deja el calorcito dentro.

Se quita el impermeable, se pone su ruana y pone los pies sobre el escritorio. La noche pinta demasiado tranquila, así que se dispone a echarse una siesta al ritmo de ‘Mamá ¿dónde están mis juguetes?’ que suena en su modesta grabadora Sin embargo, minutos después, lo despierta en seco, como de costumbre, el repiqueteo de su teléfono: -hermano, ¿será que me puede mandar unos condones?, preguntan desde la 211.

-¿Algo más?-, lo inquiere Rey, molesto, no quiere que lo despierten más tarde para pedir cerveza, esposas o un látigo o vaya uno a saber qué más.

Rey ha decidido apagar el radio y, como suele hacer para quedarse dormido más rápido y más profundamente, se deja acunar por el rumor de metal mojado, a toda velocidad, de la avenida, y el bienaventurado sopor del licor.

Rey sueña con un desierto y un mazazo de sol canicular, a plomo, sobre su espalda. A lo lejos divisa lo que parecen las palmeras temblorosas de un oasis. Quiere correr, pero sus piernas no se mueven. Siente que el sol lo derrite, que se hace liquido látex que se cuela por el agujerillo de un reloj de arena. Y el teléfono suena de nuevo. Es la 45.

-Aló, aló-, dice la voz ansiosa del barbón acompañada, de fondo, por el llanto sorpresivo y atronador de un bebé- ¡nació… nació mi bebecito, es un niño hermano! ¡un niño…!

Vida hijueputa, lo que me faltaba, piensa Rey, imaginando el desastre de sábanas y colchas, y colchón y paredes, y vida en la calle que ahora lo espera. No sabrá como explicarle eso al Doctor Fajardo. Lo mejor será negarlo todo e inventarse un rito satánico de un par de depravados, que se escaparon en mitad de la noche o algo así. A lo mejor y no pierde su trabajo. Los milagros existen. ¿O no será, más bien, una broma de mal gusto? ¿Qué droga habrá metido esa pareja de pordioseros?

Rey se rasca la oreja con desesperación, como siempre hace cuando está muy nervioso, y decide que tiene que llamar una ambulancia. Ni modos que los deje así o que los saque a patadas con todo y bebé. No, mejor será llegar a la habitación y corroborar que todo eso, maldita sea su suerte, es verdad. No obstante, algo en su fuero interno le dice que primero llame al bar y ordene una canasta de frutas para la 45. Eso, y más toallas.

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Foto Pixabay
 

Muñeco de nieve

Por: Luz Martínez

Las noticias señalaban desde octubre que se aproximaba el invierno más temible de la década. De hecho, los vientos así lo anunciaban. Mi mamá me decía que, de ser cierto, no íbamos a armar muñeco de nieve, porque ‘para qué’ si no íbamos a poder acompañarlo ni a festejar fuera de casa, pues lo más seguro era que el invierno nos retuviera adentro todo el tiempo.

En lo más profundo deseaba que las noticias sobre el clima cambiaran drásticamente, pero no fue así ese invierno de 1995.

La nieve se acumulaba afuera. En cada montaña yo solo veía la posibilidad de levantar de entre el hielo a Míster Aníbal, como le llamaba yo. Maquinaba la forma de ponerle su bufanda, su gorro, su pipa, los ojos, la nariz y la boca.  El siete de diciembre me propuse comenzar mi tarea. Mi mamá estaba empeñada en reemplazar mi obra con un muñeco acrílico de lucecitas chispeantes. Obviamente me opuse con todas mis fuerzas.

Una tarde que estaba sola, me dije a mí misma: ‘hoy es el día’. Nevaba de manera abrumadora, pero no me importó. Comencé a armar a Míster Aníbal con todo el empeño. Tan pronto llegó mamá, recriminó mi osadía: ‘¡Eres una irresponsable, una egoísta!’ ‘Solo piensas en ti’, ‘¿No te has dado cuenta de todas las personas que han muerto en este invierno, y tú poniéndote en riesgo?’ ‘¡Eres igual de terca a tu padre!’, me decía entre gritos y llanto.

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Foto Pixabay

En mi imaginación de una pequeña de 10 años, le dije que si me seguía regañando, Míster Aníbal la iba a asustar en la noche. Las horas fueron pasando y comencé a sentirme enferma y afiebrada, pero disimulaba. La dignidad no me alcanzó para seguir de pie, y la fiebre subió hasta hacerme delirar. En medio de mis alucinaciones veía a Míster Aníbal sonreírme diabólicamente desde la esquina de mi cuarto. Nunca olvidaré lo aterrada que estaba de abrir los ojos en medio de mi intensa fiebre, pues tan pronto lo hacía la cara del señor Aníbal, se acercaba más y más a la mía. Mi madre jamás me desamparó y me repetía que todo era una fantasía, pero yo sentía su presencia demasiado real.

Esa noche, la tormenta fue tan furiosa que, en las casas de nuestros vecinos, las puertas cayeron y las ventanas estallaron. El frío les visitó toda la noche y el viento se volvió un huésped más en sus hogares. Cuando la mañana llegó y asomó algo de luz y calma, mamá estaba aterrada, pues nuestra casa era la única intacta, gracias a Míster Aníbal. Mi muñeco de nieve amaneció abrazado a la puerta en señal de protección. ¿Cómo se movió de dónde lo había dejado? ¿Era un sueño, una pesadilla? Lo cierto es que gracias a él, nuestra casa se salvó. Apenas le vi en esa pose tan humana quise tomarle foto, con tan mala suerte que apenas hice clic, se desvaneció con todo y vestuario frente a mis atónitos ojos.

Quedé tan impresionada, que le prometí a mamá hacerle caso y no salir. El 24 de diciembre, el invierno dio tregua y nos regaló un día fabuloso. Desde mi ventana veía a los vecinos jugar con la nieve, los niños se acostaban y se volvían ángeles. Mi mamá dijo que podía salir, que ya estaba más fuerte. Juntas rescatamos las prendas de Míster Aníbal y lo volvimos a armar. Y hasta lo hicimos dos veces más grande. ‘Nunca se sabe, nena’, me dijo.

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Aguinaldo

Por: Maximus Mantra

Remedios, Adolfina y Eunice no salen de su asombro. Tras años de soledad, castidad, espera y oraciones, en plena Nochebuena su anhelado milagro se acaba de desplomar del mismísimo cielo, atravesando el techo de la sala, aplastando el árbol de Navidad y el pesebre, y las mira ahora rodeado de un aura de grandeza, aserrín y polvo. Casemiro, el rubio musculoso y buen mozo de la casa de enfrente, las observa entre toses y parpadeos desesperados, mientras sostiene un dron entre los brazos.

-Qué pena, vecinitas, es que mi novia me acaba de regalar esto y no se bien cómo funciona, y se quedó atrapado, aquí no más, en su tejado.

Las Hermanas se miran entre sí, petrificadas de asombro, sin poder musitar ni una sola palabra, pero curiosamente rebosantes de alegría ante el poder de la oración y la fe.

-No se preocupen, estoy dispuesto a pagarles hasta el último centavo…, continúa el joven, intentando ponerse en pie, pero cae de nuevo, entre jadeos de dolor.

Adolfina traga un pedazo de natilla que todavía tenía en la boca, se levanta y lo sostiene entre sus brazos, mientras le murmura, como madre amorosa:

-Tranquilo, los destrozos son lo de menos, seguro llegaremos a un acuerdo amistoso. Es Nochebuena, ¿no?

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Carta de Navidad

Por: Jose María Andreo

Desde niño dejé de creer en la Navidad. Lo que sí me gustaba era montar el Belén y cantar villancicos. Las montañas las hacíamos con trozos de cartón, las cumbres las inundábamos de nieve rallando escayola. Con papel de color plateado hacíamos el río. Así íbamos poco a poco montando el Belén, con el ángel, el nacimiento y cada una de las figuras que teníamos. Las que más me gustaban eran los Reyes Magos de Oriente, montados en sus camellos con los pajes reales. Ellos son el motivo de no creer en la Navidad. Escribía mi carta y año tras año les pedía una bicicleta, que nunca me trajeron. Solo había en mis zapatos unos caramelos de sabores que no me gustaban.

Ahora, en plena época de Navidad, cuando acabo de trabajar, huyo a mi cabaña y me aíslo de toda esa felicidad ficticia. Pero este año tiene algo especial. Anoche creí oír llamar a la puerta, abrí y no había nadie. En ese momento una estrella fugaz recorrió todo el cielo, de Oriente a Occidente y mi corazón se aceleró emocionado. Hoy es el día de Reyes y cuando he ido a buscar leña para la estufa, en la puerta había una bicicleta y una nota que decía: “Perdónanos, pero nunca hemos dejado de buscar al niño que no ponía remite en el sobre. ¡Por fin!, esta noche te hemos encontrado”.

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Nochebuena

Por: Verónica Bolaños

Cuando se aproxima la Navidad es inevitable no acordarme de aquella Nochebuena. Mi mejor amigo me invitó a pasarla con él en casa de su padre. El anciano vivía solo en el otro extremo de la ciudad. Yo me encontraba sin plan y pensaba cenar unos cuantos perritos calientes con una cerveza, después me tomaría unos tragos de aguardiente, me pondría una tanda de vallenatos de Escalona y Diomedes Díaz, hasta caer rendida en el catre con una manta gruesa y un edredón encima.

Al medio día compré en el supermercado una bolsa de pan de Hot Dog, un frasco con salchichas cocidas y una cerveza alemana, luego me fui al trabajo. Como no me había dado tiempo de comer, me había llevado en el bolso uno de aquellos panes con mantequilla y una loncha de pavo. Cuando me disponía a comérmelo apareció mi amigo en la oficina.

─Hola. ¿Qué haces hoy?

─Pues nada, lo de siempre, me voy a casa, ya sabes que no me gustan mucho estas fechas, las borraría del calendario.  

─Venía caminando y pensé que a lo mejor te gustaría venir conmigo a casa de mi padre. Cenamos, estamos con él un rato y nos regresamos, el metro está abierto toda la noche. Además, mañana quiero levantarme temprano para hacer ejercicio frente al mar.

Dudé un poco, pero pensé que no era mala idea, cenaría bien y como no regresaríamos tan tarde, después podía escuchar música. Entonces, decidí no comer nada, porque cenaría mucho. Así que era mejor ir con el estómago vacío.

─Hoy el jefe nos dio permiso para salir a las seis. Intentaré salir puntual.

─¡Genial! Voy a preparar la ropa de deporte para mañana, arreglo un poco el apartamento que lo tengo hecho un asco y paso a buscarte. Mi padre hace un caldo de Navidad muy bueno, te gustará.

Las tripas me pedían gasolina, por la mañana solo me había tomado un café con leche y una tostada con aceite de oliva, pero, valía la pena aguantar un poco más, dentro de un par de horas saldría del trabajo y cenaría como nunca, en este país no se acostumbra a estrenar ropa, sí a comer como si no hubiera un mañana.

A las seis en punto estaba mi amigo en la esquina esperándome. Puse la alarma y cerré la oficina. Por la rambla la gente caminaba deprisa con las sillas plegables en la mano, las botellas de vino, las cajas con postres, y vi algunas abuelas en sillas de ruedas con las piernas cubiertas con una manta. Algunos mendigos ya dormían encima de unos cartones en el suelo de las sucursales bancarias y los comercios ya estaban cerrados.

Caminamos rápido, entramos a la boca del metro más cercana y en cincuenta minutos llegamos a la casa del padre de mi amigo. Nos abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, tenía los dientes sucios de patatas fritas y guantes en las manos. Nos dio dos besos y nos dijo que pasáramos al salón. Dejamos los abrigos en el perchero y nos sentamos.

Escruté con disimulo la casa. Un par de sofás desteñidos y manchados, repisas cargadas de platos, copas y cubiertos, fotografías de cuando era niño pescando en un río, pantuflas de lana que sobresalían debajo del sofá, ceniceros repletos de colillas…

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Foto Pixabay

La mesa del comedor estaba llena de platos plásticos con aceitunas, patatas, chorizo, queso, pan del pueblo y cocktail de frutos secos. Las tripas me sonaron…

El padre de mi amigo salió de la cocina y nos sirvió una copa de vino. Nos dijo que fuéramos comiendo, porque él estaba pendiente de lo que tenía en el horno.

Mi amigo se comió todo el platico de fuet, y a cada rato se metía puñaditos de frutos secos en la boca. Yo comí unas pocas patatas y tres aceitunas, porque desde la cocina el hombre gritó que enseguida nos serviría el caldo. Sacó de la alacena tres platos hondos, polvorientos, que tenían una flor dibujada en el fondo y de un cajón sacó las cucharas, también polvorientas. En el hombro tenía un paño de cocina blanco, con rayas rojas y un delantal especial para barbacoa. Nos indicó que levantáramos el plato, y nos puso dos cucharones de caldo a cada uno. Después, se fue a la cocina.

Mi amigo soplaba y sorbía el caldo. Yo me tomé cuatro cucharadas, y mi amigo me preguntó si era que no me gustaba, le respondí que estaba muy bueno, pero que guardaba sitio para la carne. El hombre salía de la cocina y nos llenaba las copas de vino. Nos sugería que siguiéramos comiendo, que pronto estaría el cordero, los conejitos tiernos, y un pollo capón relleno de ciruelas.

El anciano siempre estaba masticando algo, yo le dije que se sentara y me dijo que si se sentaba se le podía quemar lo que tenía en el horno, mi amigo no decía nada. 

Recuerdo que salimos cantando villancicos, brincando y caminando torcido. Llegar a la casa fue complicado, nos pasamos varias veces de estación. En el metro saqué el pan que llevaba en el bolso, le di la mitad a mi amigo.

Han pasado diez años, aún me preguntó qué diablos hacía ese señor en la cocina, por qué nunca se sentó a la mesa. No me atrevo a preguntárselo a mi amigo, y cuando llegan estás fechas me cuido de no coincidir con él…

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El guateque

Por: Jose María Andreo

Fue saliendo por la boca del metro, cuando entre medio de las típicas canciones navideñas se coló una canción que hacía muchos años que no oía, era Je t´aime…moi non plus, cantada por Jane Birkin y Serge Gainsbour.

Sonaba cuando me dieron mi primer beso. Fue Isabel, 16 años, morena y guapa con locura. Yo 14, lleno de complejos y tímido, como no podía ser de otra manera.  Era el año 1974. Estaba en el pueblo disfrutando las vacaciones navideñas. Nunca imaginé que el regalo de Papá Noel iba a ser ese.

Fue la tarde de Navidad después de comer con la familia, en la que organizamos un guateque con los amigos. Las luces apagadas y con solo unos tenues rayos de luz silenciosos, que se colaban por las grietas de la ventana. Sonaba la música mientras las parejas iban y venían al medio del salón. Después de pasarme la tarde como pincha discos, Isabel vino hacia mí y me cogió de la mano. Mientras empezaba a sonar el disco que acababa de poner, comenzamos a bailar. Me rodeó con sus brazos por el cuello, yo la cogí por la cintura a unos centímetros de prudencia, ella apretó su cuerpo contra el mío, yo me dejé llevar.

Sin esperarlo, me acarició los ojos con su mirada, los cerré y noté en mis labios el sabor de los suyos. Estaba besándome por primera vez y me sentí el rey del mundo. Entonces sin despegar sus labios de los míos, giró su cabeza un poco hacía mi izquierda, no comprendía lo que estaba pasando. Noté su lengua junto a la mía y una explosión de colores me recorrió todo el cuerpo. Comenzó a faltarme el aire, pensé que no aguantaría, entonces apartó su boca de la mía.  Me quedaron los labios con sabor a Navidad, que ya no volveríamos a repetir. Al día siguiente Isabel se marchó del pueblo y nunca más la volví a ver. El claxon de un coche me devolvió a la realidad, al bullicio de una gran ciudad en época navideña. Aquellas vacaciones de 1974, a un chico lleno de complejos y tímido, le cambiaron la vida. Fue la magia de la Navidad.

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