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Testigo directo de una tragedia

Providencia ha sido fundamental en la vida del cineasta y clave en la educación sentimental  del también escritor. Cuando estalló la tragedia, hace un año, Harold Trompetero se quebró, pero del dolor sacó la fuerza para escribir una serie de crónicas que piensa convertir en libro.

Fotos Cortesía del escritor
 

Harold tenía el propósito de lanzar, este 16 de noviembre, un libro, justo cuando se cumple el primer aniversario de la tragedia de Providencia. Desde hace 10 años, se siente unido a la isla por un lazo sentimental, no solo porque eligió este lugar para pasar temporadas idílicas junto a su novia y hoy esposa, sino porque el mar y la brisa siempre le han ayudado a confrontar "demonios y fantasmas personales y creativos", como dice. 

Allí ha crecido su hijo; la familia entera tiene grandes amigos, y por supuesto, una conexión con los nativos, que convierten a Providencia en un segundo hogar. "Hace un año estábamos en pleno confinamiento duro. Yo sufría mucho sabiendo que lentamente se aproximaba el huracán y mucho más cuando no pudimos comunicarnos con los amigos. Solicitamos un permiso a la gobernación para realizar un trabajo periodístico; y lo que inicialmente pensé hacer, era una confrontación con el pasado, pero al llegar y enfrentarme a tantos testimonios, me di cuenta que mi vivencia personal no era nada frente a lo que se había vivido allí", afirma. 

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Desde entonces se sintió en deuda. Comenzó a trabajar en lo que se llamará En el ojo del huracán, una serie de relatos, 100 por ciento basados en testimonios reales. Trompetero ya tiene adelantadas 40 posibles crónicas, pero Harold calcula que el libro tendrá alrededor de 20 o 30, cuando estén listas y depuradas. Será un recuento desde el inicio de esa tormenta apocalíptica hasta el día de hoy, cuando los nativos han tenido que lidiar no solo con el dolor de haberlo perdido todo, sino con los retrasos de la reconstrucción, ayudas que se anuncian y no llegan, etc.

Un ejercicio de periodismo y literatura que pone al cineasta de nuevo frente a las letras y la posibilidad de narrar el alma humana con todo lo que despierta un desastre como estos, allí donde también se cuenta el dolor, la crueldad, la indolencia, pero también la esperanza.

A continuación te invitamos a leer un adelanto de este libro, la crónica El árbol del oso.

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EL ÁRBOL DEL OSO

En la casa de Joe y Ann Archibold se refugiaron 62 personas. Allí llegaron familias enteras; niños, ancianos y mujeres embarazadas, que quedaron sin nada. Los acomodaron como pudieron en su casa de concreto, de cinco cuartos, que usaban como posada nativa y donde podían recibir a 20 turistas, máximo.

A los más viejos y a los enfermos los pusieron en un cuarto, a las mujeres embarazadas y a los niños, en otros dos. Los demás se acomodaron, literalmente, unos sobre otros por el resto de la casa. Armaron cama franca en los corredores, en la sala, en el comedor, incluso en la cocina y en el balcón del cuarto principal, donde Joe y Ann dormían en su cama matrimonial con sus dos hijos, y con gente alrededor en el piso.

En el único lugar donde nadie se alojó fue en el baño, que quedaba en la primera planta, y en el que, al segundo día, era imposible entrar por el hedor que salía de ahí.
La posada de Joe y Ann fue la única casa que quedó en pie, totalmente, sobre la pequeña isla de Santa Catalina, que estaba unida a Providencia por un bello y colorido puente peatonal de madera llamado ‘El puente de los enamorados’, que también se lo llevó el viento y el mar.

Lo que pasó sobre Santa Catalina no sólo fue un huracán, también fue un tsunami. Cuando la noche cayó y la lluvia arreció con fuerza, se formaron corrientes de agua que bajaban como si fueran ríos turbulentos desde lo alto de la isla. Esos torrentes se llevaron varias casas, cuyos habitantes fueron los primeros en llegar donde Joe y Ann, en busca de refugio. Al pasar las horas, cuando los vientos fueron más fuertes, algunas casas explotaron por la presión del viento al entrar en ellas, otras fueron arrancadas de la tierra y volaron por los cielos.

Así, poco a poco durante la noche, como se iba destruyendo casa tras casa, iban llegando más y más personas donde Joe y Ann. En la madrugada, cuando el viento estaba en su punto máximo de fuerza, una ola gigante cubrió por completo la isla y acabó por destruir las pocas casas de madera que quedaban en pie. Esa ola enorme pasó totalmente por encima de la casa de tres pisos de Joe y Ann, el agua de mar se metió por cada rincón de su hogar y las decenas de personas, que ya estaban ahí refugiadas, quedaron totalmente empapadas.

A la mañana siguiente, cuando todo se calmó, empezaron a llegar más y más personas a pedir refugio donde Los Archibold. Descalzos, con las ropas mojadas y las miradas perdidas, parecían zombis que invadían la casa. Afuera todo estaba destruido: en la bahía, que se forma entre las dos islas, flotaban cerdos, vacas, caballos y perros muertos. Algunas lanchas y pequeñas embarcaciones estaban clavadas en la montaña por detrás de las casas.

Sobre los techos y paredes derruidas había algas, corales y peces muertos también. El mangle que bordeaba parte de la isla ya no existía, todo parecía un gran basurero donde lo único que estaba en pie era la casa de Joe y Ann, y frente a ella, un árbol, el único que no pudo ser arrancado de raíz por la fuerza de los vientos y el agua. No tenía ni una sola hoja en su copa y, enredado entre las ramas se posaba, vigilando el paisaje desolador, un pequeño oso de peluche que ninguno de los sobrevivientes reconoció como propio.

La noche después del huracán también calló una fuerte lluvia, todos se apilaron dentro de la casa, protegiéndose del agua y del frío, marcando cada uno su territorio. Ese mismo día desistieron del uso de los tapabocas que los protegía del virus que azotaba el planeta, una pandemia era el menor de los males que afrontaban en esos momentos. Durante la noche el concierto de tosidos, junto con el impacto natural de lo que habían vivido, no dejó dormir a nadie. No se preocuparon por cocinar ni comer, ninguno tenía hambre.

Solo hasta al atardecer del día siguiente armaron un fogón y dentro de un caldero improvisaron una gran sopa, a la que le pusieron todo lo que encontraron, que servía para comer, entre las ruinas. Lo que sí fue un problema fue el agua; la sed, quizás acrecentada por la angustia, era enorme en todos, y había muy poca agua para beber. Sólo contaban con los botellones y botellas plásticas que lograron rescatar entre los escombros de las dos tiendas que había en la isla. Las cisternas y tanques de las casas habían sido filtrados por el agua de mar y guardaban un líquido salino que era imbebible.

Intentaron recolectar lluvia pero, extrañamente, el agua que caía del cielo también estaba salada, como si lo que llovía fuera parte del océano que aún estaba en el aire.

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Al segundo día, la casa empezó a oler a mar podrido, y todo alrededor de ella también hedía a pescado en descomposición. Ir al baño se volvió una pesadilla, la gente comenzó a hacer sus necesidades alrededor del lote, lo que hizo más insoportable los olores.

La intolerancia entre unos y otros afloró, pero se calmó transitoriamente cuando vieron que el agua lluvia comenzó a caer sin sal. Entre todos empezaron a recoger agua dulce, con la que no sólo calmaron su sed infernal, sino que también empezaron a lavar todo con una compulsión obsesiva. Buscaron jabón entre los destrozos de la isla y restregaron los pisos y paredes de la casa como si estuvieran tratando de destruirla. Después, buscaron limpiarse ellos mismos bañándose con la ropa que tenían puesta.

Se echaban baldados de jabón con agua frente a la casa, debajo del árbol donde estaba el oso de peluche, que observaba cómo la espuma blanca sobre ellos los hacía parecer muñecos de nieve extraviados dentro de un gran basurero tropical.
Al tercer día llegaron las primeras lanchas con socorristas y ayudas. Para ese momento, cada uno, sin excepción, sufría una tos seca y constante.

Era evidente que, después de estar así, compartiéndolo todo entre todos: baño, camas, vasos, platos pocillos y cucharas, no había ninguno que no estuviera infectado con el virus. Los militares y rescatistas al percatarse de esto, sugirieron aislar la casa e intentaron delimitar el área donde los ocupantes podían permanecer con una cinta amarilla de franjas negras, que tenía impreso un letrero que decía PELIGRO. Buscaron amarrar la cinta al árbol que estaba al frente de la casa para rodearla y así señalar hasta donde podían llegar sus ocupantes pero, antes de empezar la labor, uno de los socorristas decidió tomarle una foto con su celular al oso de peluche que los miraba desde arriba enredado entre las ramas. La imagen que capturó era un símbolo triste y casi cliché de lo que significaba esta tragedia.

Cuando otro de los socorristas intentó auto-fotografiarse, con la imagen del oso enredado en el árbol detrás, llegó Joe, totalmente indignado, y les arrebató la cinta con la que los querían acorralar, les exigió que se largaran inmediatamente con la amenaza de que si no lo hacían iba a empezar a toser encima de ellos. Los habitantes de la casa, con deseos de aplaudir a Joe, vieron cómo salieron corriendo los socorristas, dejando tiradas sus ayudas en medio de las ruinas.
En los días siguientes, los organismos de socorro trajeron hachas, picos y palas, que dejaron cerca de la casa, buscando no aproximarse mucho a sus habitantes, para que ellos mismos empezaran a hacer la remoción de escombros y la limpieza del lugar.

También les dejaron comida, en su mayoría arroz y granos secos: frijoles, garbanzos y lentejas que, aparte de que los raizales no estaban acostumbrados a comer, requerían una larga cocción que era casi imposible de generar en las condiciones en las cuales estaban los damnificados.

Todos los funcionarios que llegaban con ayudas o a verificar la condición en que había quedo la isla, por una extraña razón tenían que ver con el oso que estaba en la copa del árbol al frente de la casa de Los Archibold, incluso dicen que el presidente se tomó una foto, al lado de sus ministros, con el árbol y el oso al fondo, cuando fue a supervisar por él mismo el estado de la destrucción. Cada vez que algo como esto sucedía, se indignaban más y más Joe, Ann y todos los habitantes de la casa quienes,  con el tiempo, se habían ido dividiendo en bandos que peleaban entre ellos por mil razones de la convivencia, y que hacían que el lugar fuera prácticamente un campo de batalla. No obstante, en lo único que estaban de acuerdo todos era en la rabia que les producía que llegaran los funcionarios a tomarse fotos frente al árbol con el oso, como si fueran turistas que quisieran guardar postales de una miseria que era sólo de ellos y de nadie más.

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La gota que rebozó el vaso de las disputas internas fue el día en el que a Joe se le desapareció el reloj de pulso que usaba para navegar y bucear. Lo había dejado sobre un muro junto a su celular mientras se bañaba para quitarse el agua de sal, luego de haber salido a pescar langostas con arpón, en la parte de atrás de la isla. Eran las ironías de la desgracia, la falta de víveres, los obligaba a salir a pescar y a comer langosta todos los días. Cuando se estaba bañando, recibió una llamada en su celular y mientras hablaba por teléfono, tropezó con la mesa dónde estaban los colores que los niños usaban para estudiar en un rincón de la parte de atrás de la casa, donde Ann había improvisado un salón de clases para tratar de seguir la educación de sus hijos y de los niños refugiados en medio del caos que tenía alrededor.

Cuando Ann escuchó el estruendo salió al patio corriendo, al ver el reguero que había causado Joe, soltó la ira del estrés acumulada por la invasión que vivía en su casa hacía ya dos semanas, por más de 60 personas, y soltó un grito para recriminar a Joe, quien no respondió, y simplemente se dio la vuelta para buscar el reloj, que ya no estaba en el muro. Al notar su ausencia, él también explotó y gritó al aire.
Al son de los gritos fueron llegando uno a uno los huéspedes forzosos de la casa y lo que inició como una discusión de pareja se convirtió en una guerra entre hombres que trataban de defender a Joe, ante las mujeres que querían vengar las ofensas que éste le había proferido con sus gritos a Ann. En medio de la trifulca, todo se silenció cuando escucharon la sirena de la Guardia Costera, que llegó prontamente, en un bote,  a calmar la pelea, luego de que los vecinos avisaran lo que sucedía.
Afortunadamente los guardias navales llegaron antes de que se produjera otra tragedia. Lograron tranquilizar a las mujeres dentro de la casa y se llevaron a los hombres al frente, y dejaron a Joe debajo del árbol donde estaba el oso entre las ramas para que se calmara. Estando allí, un poco menos alterado, metió la mano en el bolsillo de la pantaloneta y encontró el reloj que se le había refundido. Avergonzado, se acercó a la puerta de la casa y, desde el primer piso, le pidió perdón a gritos a su esposa, quien estaba en el balcón del segundo piso. La gente empezó a corearle a Ann que lo perdonara, ella bajó hasta donde Joe y finalmente se dieron un beso, ante los aplausos de todos. Alguien sacó una botella de licor y empezaron a brindar, bebiendo de la misma botella y sin miedo del virus. Alguien puso música y en medio del desastre se armó una fiesta al frente de la casa en la que hasta los guardias navales bebieron, bailaron, cantaron y comieron langosta, por supuesto.

Cuando el sol caía y el atardecer estaba en su mayor esplendor, habían armado una hoguera al frente de la casa. La fiesta estaba en su máximo furor, los guardias navales pidieron disculpas para ausentarse, estaban ebrios y temían que sus superiores los fueran a descubrir y a sancionar. Luego de esquivar las insistencias para que se quedaran un rato más, se alejaron de la hoguera para subirse en el bote en el que habían llegado y que estaba en el mar frente a la casa. El bote se alejó y todos se despidieron de los guardias desde lejos batiendo sus manos, la gente continúo en la fiesta bailando soca y reggae. Era la primera alegría que tenían desde que había pasado lo que pasó.
A los pocos minutos sintieron de nuevo el motor del bote de los guardias navales, los militares habían vuelto y estaban estacionados sobre el agua, tomándose fotos con el árbol y el oso enredado entre las ramas atrás de ellos, iluminados por la belleza del atardecer. Luego de unos minutos de estar posando, de un lado para el otro frente al árbol, la embarcación volvió a arrancar y se perdió en la bahía. La música había parado y un silencio profundo envolvió el ambiente. Instintivamente, Joe se puso de pie y caminó hasta el árbol y comenzó a darle puños y patadas, con desespero, queriendo tumbarlo mientras daba gritos y alaridos. A los pocos segundos Ann llegó a su lado y le pasó una de las hachas que usaban para destrozar los escombros. Joe empezó a darle hachazos al árbol y Ann lo ayudó con un machete. Lentamente los demás llegaron con más hachas, picas y palas y atacaron el árbol hasta tumbarlo. Luego de que cayó al piso, continuaron destrozándolo hasta volverlo pedazos de leña, con los cuales avivaron una inmensa hoguera. La música volvió y bailaron toda la noche, bebiendo y cantando. Nadie supo qué pasó con el oso, pero se sintieron libres al tumbar el árbol aquel.

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