El ciclista de Schrödinger
Para H.
Por: Jimmy Arias
La madrugada huele a navaja herrumbrosa y mal afilada. También a escape de autobús insomne y atiborrado de zombies, muertos vivientes, como él mismo. La ocasión no es la mejor para filosofar u olisquear el ambiente contaminado de ruido, humo y avisos de tiendas de ropa y carnicerías. Pero Alirio se toma el tiempo de sopesar las posibilidades metafísicas de este pedazo de barbarie urbana que se le acaba de atravesar en plena ciclorruta, de vuelta a su casa.
El cielo luce encapotado, como siempre; amenazante de lluvia y desgracias, como la que está por sucederle. Ah, negra, plomiza nube personalizada la que, sempiterna y paciente, ha de acompañar a todos y cada uno de los habitantes de la capital.
-Bueno, y qué, hijueputa, bájese de la bicicleta y el morral, le dije, o es que me va a tener todo el día aquí parado…-, es la zarpa con la cual el rata de turno lo apremia y lo devuelve a la brutalidad del asfalto. Una gorra desteñida de los Lakers le cubre la mirada y parte de la nariz; lleva una chaqueta de cuerina negra, y jeans desteñidos. Parece mucho más joven que él, pero lo dobla en tamaño y fiereza.
Claro, podría entregarle a la Chirly, su amada bicicleta. También sería muy fácil darle su morral, con parte de su cena, y su teléfono celular de vieja generación que, muy probablemente, el asaltante terminaría botando a la basura. Sería muy simple, elemental; todo por salvar lo más importante: su vida, mijo, como le diría su mamá.
Pero, puestos a pensar un poco y con la claridad del alba y del aire contaminado, pero fresco y húmedo, que le renueva la entendedera, ¿vale la pena conservar eso tan valioso que tanto apreciaba su mamá, que en paz descanse? Veamos, si llega a su casa, después de atravesar la ciudad, pedaleando sin parar, durante dos horas, no tendrá energías ni para meterse a la ducha. Cuando mucho, se tomará un par de vasos de agua, con sendas aspirinas, y se zambullirá a la cama, en la cual, si tiene suerte, estará su mujer, calentita y roncando, y apestando a aguardiente. Si no hay suerte, ella habrá de despertarlo, horas después, cuando vuelva del trabajo, a lo mejor y con alguno de sus clientes; ambos borrachos como cubas, como suele suceder.
Y ni hablar de la vuelta al trabajo, al final de día, tras dos horas y media después de aventurarse entre buses, motocicletas, ciclotaxis y un buen tramo a pie para, muy seguramente, llegar tarde a relevar a Matute, el celador de día del conjunto campestre en el cual trabaja desde hace cinco años. Porque, si se rinde, una vez más, ante los avatares de la ciudad, su siempre fiel e incansable Chirly ya no lo acompañará jamás.
No obstante, también cae en cuenta de que apenas le queda un par de años para jubilarse y, si tiene suerte, para entonces su mujer se habrá largado con cualquier borrachín con mejor sueldo que el suyo, o de pronto y una madrugada, simple y llanamente, no regresa, y el podrá, al fin, volver a la casa de su mamá, en su cálido y apacible pueblo natal. ¿Pero y si la muy perra no desaparece y le sigue amargando la existencia? Demasiadas probabilidades, demasiados cabos sueltos, demasiada expectativa rayándole el coco como un rechinante y molesto pedazo de vidrio.
Un coro de sirenas lo despierta, una vez más, de su ensueño y, para entonces, el asaltante ya le tiene la punta de la navaja chuzándole el gaznate.
-Qiubo pues hijueputa, ábrase de aquí antes que le meta su puntazo en un pulmón, pedazo de marica.
Pero es demasiado el cansancio, demasiadas noches en vela también, y otras tantas bicicletas robadas e incontables billeteras y celulares arrebatados en las calles. Tal vez su destino sea ese, ser devorado por las calles y sus bestias. Frente a la expectativa de la rutina y los compromisos y las responsabilidades y las deudas, la muerte se le antoja, de repente, y con el peso fulminante de una revelación, como el solaz supremo, el paraíso. Claro, el tan merecido y cacareado ‘descanso eterno’.
Así que Alirio solo se arrodilla, a los pies de su agresor, baja la cabeza y espera la cuchillada que, ojalá y sea certera esta vez y no como hace un par de años cuando le robaron a la Rufina, y le abrieron la carne del abdomen, de un único y doloroso tajo. Mucha sangre mucho dolor, mucho susto, pero no fatal. Y, bueno, ni hablar de la cuenta del hospital y de los turnos perdidos y descontados de su sueldo por su siempre alerta y leonino empleador.
-¡Y este hijueputa!-, grita el delincuente ante el insospechado cambio en el argumento, elemental y libre de complicaciones, de lágrimas, gritos y ojos suplicantes y una que otra eventual cuchillada. Que recuerde, nunca le habían ofrecido un cuello así, blanco, sudoroso, sembrado de pelillos y listo para cualquier corte. De una forma u otra, su botín será su botín. Pero algo como que no le cuadra. Así que mejor pone pies en polvorosa y se escabulle tan rápido como las piernas se lo permiten.
Alirio apenas si oye la estampida. Siente la frente muy fría, por el sudor y una repentina ventisca. Carraspea, se pone de pie de nuevo, levanta la Chirly, le sacude algo de polvo, y sigue su camino. Hasta que el pitazo brutal de un bus urbano lo detiene en seco. Un madrazo a lo lejos amortiguado por la vaselina sensorial de las 7 de la mañana, otro pitazo desesperado y, al fin, sigue su camino. Como que hoy no era el día. Mañana, quizá. Quien sabe, nunca se sabe.